Antoni Puigverd en La Vanguardia 7-7-08
El patriotismo del PP sólo será completo el día en el que también defienda a los catalanohablantes Los prejuicios con que se defienden las lenguas poderosas en detrimento de las frágiles cambian con los tiempos. Pero persiste la misma nostalgia. La nostalgia de una supuesta uniformidad original: prebabélica. Es una nostalgia irracional, como todas, pero se presenta como necesaria y lógica. Babel es el peor castigo: conduce al desorden, a la desunión, a la incomunicación. De ese convencimiento irracional, derivan los argumentos contra las lenguas pequeñas. Son bárbaras, paganas o incultas, se decía. Subversivas, obstaculizadoras o demasiado caras, se afirma. El último argumento es económico. En el gran mercado, lo pequeño es inútil. Inevitablemente, triunfa lo fuerte. Es decir, lo útil. Que, por arte de birlibirloque, acaba siendo descrito como genuinamente democrático. Ya narré una vez cómo, en mi medio siglo de vida, he conocido diversas teorías que se oponían al uso público de mi lengua materna. En tiempos de Franco, no se trataba de una hora más o menos de catalán en la escuela: el catalán simplemente no existía en las aulas. Hasta muy avanzado el régimen no fue tolerado su uso social (y a extramuros, naturalmente, de la administración pública y de todo poder). Todavía en pleno franquismo, los jóvenes izquierdistas que dominaban las asambleas universitarias exigían que se hablara en castellano: "¡El catalán es burgués!". Ya con la democracia, el añorado (lo digo sin ironía: fue un gran político) Adolfo Suárez consideraba de buena fe que el catalán era una lengua no apta para la física nuclear. Y la gran idea que Felipe González legó a los millones de españoles humildes - la igualdad de todos los ciudadanos- no tardó en convertirse en argumento de ataque lingüístico. Y es que la igualdad fue confundida con la uniformidad: si el castellano igualaba, el catalán diferenciaba. El último argumento consta en el manifiesto de los intelectuales capitaneados por Fernando Savater: las lenguas y los territorios no tienen derechos, sino los individuos. Se trata, como vimos la semana pasada, de una visión darwinista de las lenguas. Lo explicó magníficamente en El País,la catedrática de la UAM Violeta Demonte: "Ciertamente existen lingüistas anti-ecológicos (y los hay y los ha habido en lo que se refiere al castellano) que defienden los modelos de apogeo de las grandes lenguas y juzgan inevitable la minorización de las pequeñas. Conviene decir que esos lingüistas no son mayoría entre quienes estudiamos el lenguaje humano". Ciertamente, y como no pocas veces he criticado, también son responsables del conflicto lingüístico aquellos que aspiran a una "Catalunya catalana": tan homogénea como la España eterna. Cuando el catalanismo histórico, abierto por definición, ha querido encastillarse, ha cometido dos errores. Estratégico, uno: pretender que la Catalunya compleja, ambigua y plural se amolde a un sueño de pureza que nunca existió. Táctico, el segundo: conceder oportunidades a una fuerza mil veces mayor, que nunca las desaprovecha. Si España es un rompecabezas (laberinto, estuvo de moda llamarlo), también Catalunya lo es. La realidad, ciertamente, puede ser transformada, pero la tentación de muchos no es cambiarla, sino depurarla. Deseo agradecer a la profesora Demonte su valiente y lúcida crítica del manifiesto, que hago extensiva, por la misma razón, a la profesora de origen argentino Nora Catelli y a todos los que, en la prensa de Madrid, se han atrevido a navegar contra el dominante fundamentalismo neoliberal aplicado a las lenguas. Esta vez no podemos quejarnos los partidarios de los puentes: existen. Son bastantes las personalidades castellanohablantes que han defendido el modelo de inmersión catalán: en lugar de segregar, une; y reequilibra los usos lingüísticos alterados por la inercia del mercado. Como recordaba Demonte: "los conceptos de bilingüismo oficial (…) y de normalización lingüística no pueden calificarse como atropellos: son simplemente opciones históricamente establecidas en los países avanzados". Parece imprescindible agradecer también al presidente Rodríguez Zapatero, que defendiera con diáfana claridad que otra España es posible: "No podemos entenderla de otra manera que en su diversidad". Felipe González nunca habría dado tal paso; y menos cuando tantos intelectuales se distancian del PSOE. En el congreso de Valencia, el cesante Acebes justificó su papel en el PP preguntándose retóricamente: "¿Quién defendió a los castellanohablantes?". Como si se tratara de un eco, la flamante De Cospedal afirmaba el sábado en Barcelona: "Nos partiremos la cara por el castellano". Es bueno defender los derechos de los castellanohablantes. Pero el patriotismo del PP sólo será completo el día en el que también defienda a los catalanohablantes.
lunes, 7 de julio de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario