miércoles, 27 de mayo de 2009

EL HIMNO NACIONAL

Algunos dirigentes del PP han manifestado sus intenciones de elevar a los tribunales o a altas instancias la pita al himno nacional. Aquí tenemos otra opinión.PB

Un himno a la prudencia
1. • Despreciar los símbolos ajenos tiene una consecuencia: que los nuestros reciban el mismo trato

JOAN J. Queralt El Periociodo 25 05 09
La sonora pita que recibió el himno español en la final de la Copa del Rey, celebrada el pasado 13 de mayo en Mestalla, dio rienda suelta a las estulticias patrias y trajo a mi memoria dos escenas cinematográficas. La más antigua pertenece a la infancia: en Un taxi para Tobruk (1960), Lino Ventura, al paso de la bandera francesa en el desfile del 14 de julio, sale de la ensoñación (el recuerdo de la epopeya vivida y que nos acaba de servir la pantalla) cuando el listillo de turno le increpa por no descubrirse al paso de la enseña nacional. En la más reciente, La ciutat cremada (1976) el Barça llega a la estación de França desde Madrid con la primera Copa de la historia, y entre las aclamaciones a los ganadores, la Guardia Civil a caballo y sable plano en mano carga contra los clamores deportivos-patrióticos al persuasivo y racial grito de «¡Viva España, leche!»
Ambas escenas --y la de la pitada de Mestalla-- son muestras de un hecho esencial y olvidado: el patriotismo es algo que cada uno siente de forma diferente y expresa de forma diferente. Por tanto, no se puede obligar a nadie a ser patriota y a ser igual de patriota que uno mismo, pues ello tiene un efecto de exclusión de los que no pueden o no quieren integrarse en la misma comunidad sentimental, no siempre mínimamente racional. El patriotismo es un sentimiento, no un deber: algo así como la fe del carbonero.

Recordaba Andreu Mercè Varela que el Barcelona fue sancionado gubernativamente en los años cuarenta por la falta de entusiasmo de la grada a la hora de vitorear al Caudillo cuando llegaba al campo de Les Corts. Quizá son los tiempos que añora el senador popular por Melilla al reclamar sanciones para el FC Barcelona y el Athletic Club de Bilbao por el comportamiento de sus hinchadas. Ello al margen de hacer responder a dos entidades por el comportamiento de desconocidos.
El sentimiento hacia los símbolos, que cuando no son los propios se considera característico de un identitario cateto, requiere cierta empatía, una complicidad mínima. El hecho de que una mayoría de los catalanes y los vascos se sientan tan catalanes como españoles no dice nada acerca de cómo entienden esa españolidad, esa catalanidad o esa vasquicidad, demostrando, en contra del simplismo centralista y afrancesado, que se puede querer a papá, a mamá, al hermano, al novio o a la abuela, y hasta a la suegra, simultáneamente y con intensidades propias de cada relación, sin que un amor o una afinidad deban excluir o aminorar otro.
Durante la transición, también recordaba el umedo Juli Busquets que, cuando la bandera española paseada era la republicana, tenía una aceptación que no tenía la bicolor. Eso da una idea de, como mínimo, dos concepciones de España, una de las cuales quiere despegarse de la España eterna, que para otros es la única, en definitiva, válida. Tres cuartos de lo mismo sucede con quienes, sintiéndose los depositarios del grial catalán, que no van más allá de una cierta minoría catalana en todos los sentidos, reparten títulos de patriotismo cuatribarrado.
Si como, con acierto, señalaba días atrás en estas mismas páginas Juan-José López Burniol, vivimos «la profunda ruptura sentimental entre Catalunya y España, puesta de manifiesto en la ausencia de un proyecto compartido», el camino, si se desea, al menos por una de las partes, de restañar las heridas no es desde luego clamar por sanciones ni deportivas ni de ninguna clase. Acudir a las sanciones, aparte de inconveniente en el terreno emocional, es ilegítimo.
Si bien hemos tildado, con razón, de impropios los ataques del fundamentalismo islamista contra Rush- die o las caricaturas danesas sobre Mahoma, llevamos un año procesando y, en algún caso, condenando, caricaturas contra la Corona y sus miembros o la quema de sus fotos. Este redescubrimiento de quiméricos delitos de lesa majestad pretende tener su continuidad en la demonización de todos los catalanes y todos los vascos por el comportamiento, digámoslo claro, legítimo pero inconveniente de algunos aficionados en las gradas de Mestalla.

¿Por qué digo que es legítimo? Porque el desacuerdo público y gestual, incluido el más sonoro, es una cabal manifestación de la libertad de expresión, que aquí, para ser auténtica libertad de expresión, carece de límites. No saludar a la bandera o quemarla fueron actos que, en dos fechas muy señaladas, 1940 y 1969, el Tribunal Supremo (de Estados Unidos) declaró impunes e hijos de la libertad de expresión. Ambas sentencias están en el genoma de los sistemas democráticos.
Ahora bien, despreciar los símbolos ajenos por considerarlos odiosos --es irrelevante si es con razón o sin ella-- tiene una consecuencia obvia: que los nuestros pueden ser objeto del mismo escarnio. ¿Qué pensaríamos y que reacciones tendríamos si nuestros símbolos fueran tratados a la recíproca con igual desprecio? Hay una enorme distancia entre lo que se puede hacer, lo que se debe hacer y lo que hay que hacer. Esa distancia se recorre en un vehículo tan preciso como delicado: la prudencia. Prudencia que ya se ha practicado y, con éxito, entre nosotros. Recordemos la entrada de los Reyes en el Estadio de Montjuïc, en la inauguración de los Juegos Olímpicos: entraron a los sones consecutivos de la Marcha Real y Els segadors, respetuoso silencio y los militares presentes en posición de saludo. ¿Tanto cuesta un poco de prudencia?

Catedrático de Derecho Penal de la UB