sábado, 24 de julio de 2010

¿INDEPENDENCIA?

OBSERVATORIO GLOBAL
24/7/10 LV
¿Independencia?
Manuel Castells
Lo que se ha planteado en la conciencia colectiva es el derecho a ser quien se cree ser
Pues sí, dice el 47% de los catalanes según el sondeo del Instituto Noxa para La Vanguardia realizado tras la manifestación multitudinaria para afirmar el derecho a decidir como nación. Pues no, sostiene el 36%. Nunca el sentimiento independentista había alcanzado un tal nivel. "Bueno", dicen los escéptico-realistas, "¿y qué?". ¿Adónde lleva esta exacerbación nacionalista? ¿Y cómo podrían conseguir la independencia? Este realismo ramplón olvida dónde germinan los cambios sociales: en las mentes de las personas. La psicología política y la experiencia histórica coinciden en señalar que cuando una mayoría social piensa algo contrario a lo proclamado en los frontispicios institucionales y cuando este pensar se hace práctica, son las instituciones las que cambian. Ciertamente, hay resistencia al cambio, frecuentemente mediante represión. Pero si el cambio mental y social es profundo, el cambio institucional acaba teniendo lugar, en tiempos y formas que varían según los intereses en juego. En Quebec, al final se llegó de forma democrática al mantenimiento en Canadá, pero con un alto nivel de autogobierno, tras haber puesto a voto la independencia. En Escocia, de momento gobierna el partido independentista. En Bélgica se considera inevitable la separación de Flandes, poniendo finaun reino unitario binacional que precisamente alberga la capital de Europa.

Pero aquí, ya andamos recordando el artículo 8 y advirtiendo que la sacrosanta Constitución (inteligente arquitectura de compromisos hecha para ser cambiada) es tan intocable como la España eterna de esencias mesetarias. Así las cosas, la cuestión de la independencia como objetivo se transforma en la independencia como proceso. Y teniendo en cuenta el arraigado pacifismo de la ciudadanía catalana, aun en condición de rauxa por el pisoteo institucional a su dignidad, la primera expresión de ese independentismo social se podría dar en el sistema político catalán. Las consecuencias más claras son la nueva hegemonía de Convergència (en menor medida de Unió) y la crisis del proyecto del PSC como partido bisagra entre socialismo catalanista y socialismo nacionalista español. Esto conlleva a la liquidación del tripartito en condiciones más tristes de las que en realidad mereció la experiencia. El independentismo populista de Laporta no despega (aunque puede cambiar si se radicalizan las posturas) y la esperanza del independentismo razonable que era ERC se diluye en el momento clave en luchas internas y maniobras florentinas sólo comprensibles para los iniciados. E incluso Iniciativa, siempre buena gente, no se decide a entrar de lleno en la lucha por la autodeterminación. Así, parece que Artur Mas tendrá la responsabilidad de canalizar institucionalmente el vuelco ideológico producido en Catalunya. Su tarea no será fácil, porque hay dos peligros. Primero, una fractura ideológica en Catalunya si se radicaliza el españolismo de un sector minoritario pero amplio de la ciudadanía. No sería el 50-50 de Euskadi pero podría llegar a un 60-40 por las personas atemorizadas ante el avance del independentismo. Aquí, el pacto posible con un Montilla mucho más catalanista de lo que se cree disminuiría el riesgo de enfrentamiento civil. El segundo peligro es mayor: utilizar el sentimiento nacional catalán como arma de negociación de autonomía alternativamente con PSOE y PP como se hizoanteriormente. Dicha estrategia fue útil en su momento para obtener mayores cuotas de autogobierno, pero no integra plenamente el sentimiento nacional. Y es que mientras desde las instituciones españolas niegan la especificidad nacional de Catalunya, con anteojos de leguleyos que de tanto legajear se olvidaron de mirar a la sociedad, lo que se ha planteado en la conciencia colectiva es el derecho a ser quien se cree ser y decidir lo que se quiere ser. Esta afirmación nacional no se trapichea en los pasillos de una política desprestigiada.¿Y entonces? Aquí hay que recurrir a lecciones de la historia y la geografía en situaciones similares. En último término, lo que ocurre en la sociedad civil es lo que decide la suerte de los procesos de cambio, siempre empujando, y a veces desbordando, los cauces institucionales. Por eso las entidades cívicas convocantes de la manifestación del 10-J se enfrentaron al intento de las instituciones de liderar el cortejo.

Un anuncio de los tiempos venideros: o los partidos e instituciones se suman a esa movilización de la sociedad civil, articulándola institucionalmente, o se verán superados por ella. ¿Con qué objetivos? No tiene sentido hablar de programa de independencia, porque si se plantea sería el resultado de un proceso. Lo inmediato es la afirmación del derecho a decidir, o sea, a un referéndum sobre la independencia vinculante en Catalunya con formas de negociación con el Estado español mediante una reforma de la Constitución. Pero la oposición del Estado español será durísima. Yahí es donde el proceso se complica, porque, bloqueadas las vías institucionales, sólo queda la desobediencia civil.

Se habla estos días en Barcelona de pagar los impuestos en una cuenta propia de Catalunya sustrayéndolos al Estado español, de bloquear el Parlamento español en votos clave mediante la ausencia en bloque de los diputados catalanes, de cursar miles de querellas legales contra las decisiones de la administración central, de boicotear la prensa de Madrid que miente sobre Catalunya, de boicotear Iberia, y otras formas imaginativas de expresar la determinación pacífica de los catalanes de que a las malas no van a poder con ellos. Porque no es sólo una cuestión de identidad sino de bienestar económico y social, como Flandes en Bélgica. Catalunya sabe que puede ser, en el marco europeo, un país productivo y competitivo hoy lastrado por una España montada, en buena medida, en una economía especulativa de la finanza y el ladrillo, eslabón débil de la economía europea. La necesaria solidaridad económica y social de Catalunya hacia una España en crisis requiere como contrapartida un respeto a valores fundamentales de una nación hoy en día negada y vilipendiada por quienes, en parte, viven a su costa. Así no, señores o señoritos. Pasó el tiempo del ordeno y mando.

miércoles, 14 de julio de 2010

PROHIBIR REALIDADES NO SOLUCIONA NADA

Prohibir realidades no soluciona nada
BORJA DE RIQUER 14/07/2010


A lo largo de casi un siglo, las pretensiones de muchos catalanes de lograr un mejor acomodo y reconocimiento dentro de España han sufrido una serie de frustraciones y éxitos que quizás hoy, tras el reciente fallo del Tribunal Constitucional (TC), pueden ser útiles recordar y analizar. En 1918-1919 naufragó en las Cortes Españolas un primer proyecto de Estatuto de Autonomía para Cataluña impulsado básicamente por la Lliga Regionalista. Ello significó el fracaso de la vía regeneracionista propiciada por Francesc Cambó, la que deseaba reformar y modernizar el Estado y resituar el concepto de nación española. Ante esa frustración, el diario madrileño El Sol anunció su temor de que a los partidarios de convertir Cataluña en "el Piamonte de España" les seguirían los que preferían que fuese "una Irlanda".

El TC niega la pluralidad. Ya ni es constitucional definir a España como "nación de naciones"
El 14 de abril de 1931, un "irlandés", Francesc Macià, proclamó unilateralmente la República Catalana en el marco de la ruptura política con la Monarquía española. Sin embargo, y desde la posición de fuerza que le otorgaban los hechos consumados, Macià se avino a rehacer el pacto hispánico si el nuevo régimen español tenía un carácter confederal o federal. Año y medio después, el proyecto de Estatuto catalán aprobado masivamente en un plebiscito en agosto de 1931, era rebajado notablemente por las Cortes Republicanas y reducido a un régimen autonómico regional dentro de un "Estado integral", en absoluto federal. Macià y los suyos, por pragmatismo y pensando sobre todo en la necesidad de estabilizar el régimen republicano, aceptaron la solución.
Tras casi 40 años de dictadura centralista y nacionalista española, un nuevo proceso de cambio político, fruto de un pacto y no de una ruptura como el republicano, culminó en una Constitución que convertía a España en un Estado ampliamente descentralizado, aunque no federal. De este modo, el nuevo régimen autonómico catalán, el Estatuto de 1979, apenas se diferenciaría de los otros, dado que la Constitución convertía la autonomía en obligatoria para todas las regiones españolas. Ahora bien, dado que el pacto político era el fruto de las circunstancias de la Transición, la Constitución fue interpretada por muchos como el punto de partida que marcaba el fin de la dictadura y el inicio de un proceso democrático que posibilitaría futuras reformas e incluso desarrollar y concretar la ambigua solución dada a las nacionalidades y regiones. Otros, en cambio, interpretaron la Constitución como el punto de llegada, el marco final y máximo de las atribuciones autonómicas. Estos últimos lograron incluir en el texto constitucional la "indisoluble unidad de la nación española", es decir, que no había lugar para los que no se identificasen con esa nación única y obligatoria.
En 2006, animados por el talante del presidente Rodríguez Zapatero, con sus declaraciones favorables al reconocimiento de la "España plural", y tras más de 30 años de contradictoria "vía autonómica", la mayoría de los partidos políticos catalanes -representando más del 80% de los votos- elaboraron un nuevo Estatuto con la pretensión de forzar al máximo el texto constitucional y plantearse el reconocimiento de la nación catalana dentro de España. El texto fue a grandes rasgos aceptado y votado por las Cortes Españolas y ratificado en referéndum por la mayoría de los catalanes. Sin embargo, tras cuatro años de discusiones, el TC se ha ratificado en una lectura restrictiva de los aspectos ideológicamente más nacionalistas del Estatuto. Su fallo significa la victoria de la visión de la Constitución como el punto final, como se han apresurado a proclamar con no poca satisfacción bastantes dirigentes populares y socialistas. En cambio, en Cataluña, aumenta la percepción de estar ante la enésima derrota de la voluntad de intervenir e influir en la política española, de buscar soluciones de concordia y de progreso común. Predomina una extraña sensación de perplejidad política ya que ni se puede incidir en lo que es compartido -una lectura más amplia de la Constitución- ni tampoco se les permiten ordenar y definir lo que es propio -el Estatuto-.
Así que, fracasada la vieja "vía piamontesa", agotada la "autonómica" y rechazada la "federalizante", quizás vuelva a resurgir con fuerza la irlandesa, ya que dudo que haya en España un "talante" gubernamental dispuesto a posibilitar la civilizada "vía escocesa". Pienso, por tanto, que nos esperan años de tensiones dado que de poco sirve prohibir las realidades identitarias existentes. Realmente, ¿puede el TC hacer un dictamen político que niega el reconocimiento legal de la pluralidad de identidades existente hoy en España? Resulta, así, que ahora ya ni la compleja definición de España como "nación de naciones" es constitucional. ¿Es tan difícil aceptar que la mayoría de los catalanes consideran que su nación es Cataluña sin que por ello nieguen la existencia de la nación de los españoles? Víctor Balaguer se lamentaba hace siglo y medio de que para muchos de los españoles "no hay más nación que Castilla, ni más glorias nacionales que las glorias castellanas". ¿Por qué la Constitución no puede reconocer un hecho social y político objetivo como es que muchos ciudadanos se sienten nacionalmente catalanes, vascos o gallegos? ¿Deberemos esperar medio siglo más para que los planteamientos fundamentalistas den paso a los realistas?
Borja de Riquer Permanyer es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB).

jueves, 8 de julio de 2010

LA CASA DE MUÑECAS

TRIBUNA: JOSEP M. FRADERA
JOSEP M. FRADERA 08/07/2010
El Pais


No es necesario recurrir a la obra del gran dramaturgo noruego Ibsen, tan influyente en los medios intelectuales catalanes de principios del siglo XX, para percibir un suave perfume de adolescencia prolongada en las reacciones catalanas de estos días, el contrapunto a la sordera crónica en el resto del país.

No existe camino de salida a la insatisfacción catalana sin aliados del otro lado de la barrera
Se percibe un suave perfume de adolescencia prolongada en las reacciones catalanas
Ahorraré al lector consideraciones de sobra conocidas sobre el significado de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Catalunya aprobado por las Cortes españolas. Lo más relevante desde mi perspectiva son las reacciones ante lo sucedido, ante lo previsible y esperable del planteamiento que lo provocó. El Estatuto fue redactado con el ánimo de superar las rigideces del sistema autonómico español, con una franca imprevisión de las reacciones que podía provocar y de las debilidades técnicas del propio texto. Rigideces indiscutibles que derivan de modo difícil de negar de la doble lectura posible, y constitucionalmente viable, de la Constitución Española como un artefacto constitucional descentralizador o proyecto de tendencia federal.
Como es obvio, no hay forma humana de ponerse de acuerdo sobre cuál de las dos almas de la Constitución deberá prevalecer en el futuro, aunque es igualmente obvio que lo que se conoce de la sentencia aboga sin recato por la lectura más restrictiva posible de la primera posibilidad, cercenando de raíz la segunda.
¿En qué sentido esto es así, al margen de nuevo del análisis pormenorizado de la poda realizada por el tribunal? Pues en un punto esencial: impedir que ninguna de las comunidades autónomas pueda tomar la iniciativa unilateralmente en la corrección/revisión de los márgenes que articulan la relación entre el todo estatal y las partes que lo forman. Lo perjudicial, desde un punto de vista doctrinal, no es que las instituciones centrales actúen conforme al papel que la Magna Carta les atribuye. La historia constitucional comparada muestra que una buena parte del estímulo democratizador (derechos de minorías, civiles y sociales) en los sistemas políticos procedió, en muchos casos, de la capacidad del centro del sistema para imponerse. El problema es que actúe como tapón de las partes, ahogando la necesaria capilaridad del sistema.
En el caso español, no es nada claro que, dada la polarización política primada por el sistema electoral, estos estímulos puedan producirse desde el corazón del Estado. El congelamiento de los checks and balances autonómicos previsto por la propia Constitución lo muestra de modo fehaciente. Pero aquella capacidad "federal" no debería descartarse en circunstancias más propicias. En cualquier caso parece altamente problemá-tico que el sistema constitucional pactado en 1978, con las productivas ambigüedades de la primera hora -aquella que propició que fuese el mismo Tribunal Constitucional el que blindase las competencias autonómicas (incluida la ley de normalización lingüística catalana)- pueda evolucionar sin alguna forma de pacto entre el corazón estatal del sistema (incluidas sus castas funcionariales) y los impulsos procedentes de las comunidades autónomas, en particular desde aquellas más interesadas en su transformación. La sentencia no se orienta en esta dirección. En todo caso, aleja o retrasa esta posibilidad de manera deliberada.
Conviene recordar que este no es un debate entre constitucionalistas. Nunca lo son las discrepancias sobre principios y prácticas que afectan por necesidad a la vida de los ciudadanos. Tampoco lo fue el debate catalán que condujo a la decisión de aprobar el proyecto de Estatuto, en el contexto de una fuerte distorsión del más elemental sentido de realidad.
Dicho con la mayor brevedad: el proceso ha sido influido de manera sistemática por esencialismos que en nada ayudan a su resolución positiva. No me refiero ahora a los esencialismos nacionalistas que impregnan las reacciones a ambos lados del debate, ideas implícitas o explícitas que saturan en exceso las perspectivas culturales de unos y otros. En este punto, la insistencia misma en una trasnochada idea de "nación" exclusiva, del todo desacreditada en las ciencias sociales, es lo suficientemente reveladora. Me refiero ahora al esencialismo que impide una apropiada visión del problema en su conjunto, como resultado de una excesiva concentración del foco de visión en lo propio.
En este sentido, es obvio que no existe camino posible de salida a la insatisfacción catalana -aparte quizás de una quimérica invocación a la secesión, a la que la sentencia da alas a cambio de nada- sin encontrar aliados del otro lado de la barrera. Se nos dirá que esto no es posible, porque los demás están contaminados por el tipo de prejuicio esencialista que no es visto como viga en ojo propio. De lo que se deduciría, al fin, que no puede haber acuerdo alguno en el solar hispánico. Pero, una afirmación de este estilo es intelectualmente inaceptable y políticamente derrotista. Y regresamos con ello al punto anterior, si una buena parte o la mayoría de los progresos sociales y culturales de los últimos 30 años se han generado con el concurso de todos, ¿no es razonable esperar que muchas de las cuestiones que afectan a la transformación, racionalización y equidad en el funcionamiento del Estado sean susceptibles de pacto político, aunque sea por agotamiento?
Quizás llegados a este punto es fácil percibir que la palabra clave es equidad. La palabra y el horizonte ideológico, por supuesto. Pero definir correctamente estas implicaciones de equidad en el ámbito de los derechos, la cultura y los recursos competenciales y financieros, debería exigir una profunda depuración antirretórica a todos y una implicación correlativa y a fondo en el sistema político, el español y el de la Europa comunitaria del que se forma parte. Para los catalanes en particular, conducir esto a buen puerto -la única amarga salida al potencial transformador de un país con un pasado de orgullosa diferencia- impone tareas muy arduas en la delimitación de aquello que debe reclamarse al sistema(s) del que se forma parte y la carga de responsabilidad correlativa en el conjunto, la otra cara de la lealtad no impuesta.
Por el contrario, decantar la balanza de fuerzas hacia la organización de otra dramatización farisaica de 1714, hacia el enésimo ejercicio de unidad impostada, conducirá de nuevo al desánimo, la crispación y la inacción. Conducirá de nuevo hacia la casa de muñecas de la que nuestros antepasados trataron de salir en un día ya lejano.
Josep M. Fradera es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Pompeu Fabra.

lunes, 5 de julio de 2010

TRAS LA SENTENCIA Y DESDE CATALUÑA

EL PAIS 5/7/10

TRIBUNA: SALVADOR GINER, JOSEP M. BRICALL, JOSEP M. CASTELLET, JORDI NADAL, ANTONI SERRA Y JOSEP M. VALLÈS
Se encona el último problema que, de aquellos planteados a comienzos del siglo XX, aún tiene pendiente España: la articulación constitucional de un Estado capaz de integrar y reconocer su carácter plurinacional


Con desconcierto, suspicacia y escepticismo, los abajo firmantes hemos aguardado durante años la sentencia del Tribunal Constitucional. Hace escasos días hemos conocido el fallo. Las reacciones registradas en Cataluña y en España indican que no solo no será la solución, sino que enconará el último problema que España todavía tiene pendiente de entre los planteados a comienzos del siglo XX: a saber, la articulación constitucional de un Estado capaz de integrar cómodamente y reconocer francamente su carácter plurinacional. Esta ha sido siempre la cuestión más candente y conflictiva en aquellos momentos de la historia contemporánea en los que España ha recuperado la libertad política: la Segunda República en 1931 y la transición a la democracia en 1977.


Se impone una reforma de carácter federal. El modelo de Estado de las autonomías está agotado

España no es solo un Estado, es una vieja nación. Y Cataluña tiene su conciencia de nación
A la espera de este fallo, hemos asistido al creciente desencuentro entre amplios sectores de la opinión catalana y un no menos amplio sector de la opinión pública española. Preocupados por esta deriva, como meros ciudadanos y sin ostentar ni arrogarnos representación alguna, queremos dejar constancia de nuestro punto de vista.

La Constitución de 1978, fruto del pacto de la transición, intentó resolver aquel problema mediante la creación del llamado Estado de las autonomías. Este modelo parecía constituir el embrión de un proyecto que integrara mejor las aspiraciones catalanas y contuviera algunos aspectos claramente federales.

El modelo intuido se corrigió de manera radical tras el referéndum andaluz de 1980 y el fallido golpe de estado de 1981. Se consagró la política del "café para todos" al equiparar a todos los regímenes autonómicos, con las notables excepciones del País Vasco y de Navarra. No censuramos aquella generalización. Pero no aceptamos que sea utilizada ahora como pretexto para oponerse a un desarrollo plurinacional y federalizante del Estado de las autonomías.

Porque, a un cuarto de siglo de su vigencia y a la vista de la experiencia, parecía necesaria una reforma de la constitución. Se había propuesto la conversión del Senado en una auténtica cámara territorial, la consolidación efectiva de órganos verticales y horizontales de colaboración, el establecimiento de un sistema de financiación que evitase un desorbitado drenaje de recursos de las comunidades más desarrolladas y la demarcación nítida de las respectivas competencias entre Estado y Comunidades Autónomas.

Esta posible reforma constitucional chocó -gobernando el Partido Popular- con una voluntad involucionista sedicentemente liberal, neocentralista y fuertemente impregnada de nacionalismo español. Ello provocó, en Cataluña, la búsqueda de una salida alternativa mediante una reforma estatutaria que evitase la continuada erosión competencial, obtuviera un mayor reconocimiento simbólico y perfilase un sistema de financiación más equitativo, equiparable al vigente en los Estados federales de referencia.

Esta reforma del Estatuto catalán -cuyo proceso se desarrolló con arreglo a todos los formalismos prescritos por la Constitución- sorteó a trancas y barrancas todo tipo de obstáculos, errores y emboscadas. Pero se desgastó a los ojos de la opinión catalana e irritó a la opinión pública española. Expresión de un problema político de mayor alcance, acabó en manos de un Tribunal Constitucional poco dotado o poco dispuesto para encontrar una salida pacificadora al conflicto. Al contrario, consiguió exacerbarlo con sus maniobras y dilaciones.

Una grave crisis económica (anterior en el tiempo y distinta en las causas a la crisis financiera internacional, aunque agudizada por esta) se encabalga ahora sobre una crisis política no menos profunda ante la que ni el Gobierno del Estado ni la oposición han reaccionado con suficiente altura de miras.

Todo ello ha hecho crecer en Cataluña la desafección por la política. Pero también respecto de una idea de España que provoca a menudo la indiferencia de unos y el rechazo de otros. Habida cuenta de la lógica reciprocidad de afectos y desafectos, ha aumentado también en España el sentimiento de hastío respecto a lo que se considera una permanente insatisfacción catalana, generadora -según suele afirmarse- de una demanda interminable que se concibe como una obsesiva historia de nunca acabar. No escapan a estas reacciones de desafección y de hastío algunos núcleos intelectuales catalanes y españoles, antaño unidos por un voluntarista y formalmente cordial deseo de concordia compartida y hoy más alejados por la incomprensión o el recelo.

Parece excesivo confiar en que el fallo del Tribunal ponga fin al largo debate sobre el Estatuto. Más excesivo todavía es creer que vaya a "cerrar el modelo de estado" inspirado en la Constitución, como se ha dicho a veces y ha repetido ahora el presidente del Gobierno español. Y prácticamente inimaginable es que el fallo vaya a terminar con la cuestión histórica planteada entre España y Cataluña. Porque se trata de un problema constitutivo profundo. No será posible dar respuesta duradera al problema sin un planteamiento franco y directo. Porque la llamada "conllevancia" no es más que una forma de escapismo.

Por todo ello, hay que hacer acopio de coraje y reconocer que el acuerdo político de 1978 se ha desgastado de manera muy notable. El texto constitucional que lo formalizaba ha perdido legitimidad al no integrar los cambios sociales y políticos acaecidos desde entonces. La salida lógica consistiría en acometer una revisión constitucional. De otro modo aumentará aquella pérdida de legitimidad.

Si esta reforma se pusiera en marcha, sería inevitable admitir los hechos que la historia reitera. Los españoles deberían aceptar, en su caso, que Cataluña es una nación, es decir, una comunidad con conciencia clara de poseer una identidad histórica, una lengua propia y una voluntad de seguir reforzando su personalidad política. Los catalanes deberían reconocer, si llega el momento, que España no es solo un Estado, sino una muy vieja nación de Occidente de matriz cultural castellana con la que -pese a todas las vicisitudes del pasado- sería conveniente para unos y otros mantener una relación privilegiada.

Por encima de las reacciones emocionales -que también forman parte esencial de la política-, se trata de plantear el problema -no en términos estrictamente jurídicos- sino en sus términos políticos: el difícil encaje entre una idea nacional de España sin capacidad suficiente para absorber y diluir una idea nacional de Cataluña que, a su vez, no ha poseído la fuerza necesaria para emanciparse plenamente de la española.

¿Cuál será el desenlace? Es imposible saberlo. No dependerá únicamente de las exégesis interpretativas de la sentencia o de las movilizaciones ciudadanas, por hábiles o torpes que sean las primeras y amplias o débiles las segundas. En todo caso, hay que atender a los datos permanentes que condicionan, pero no determinan el curso de la política. A la política corresponde gestionar aquellos datos. Debería hacerlo según los dictados de la ética de la responsabilidad y con la voluntad de arreglo que produce soluciones inéditas y libres de las hipotecas formales del pasado. ¿Cabe explorar nuevos caminos y producir un modelo de convivencia que integre reconocimiento de la plurinacionalidad y dinámica federal? En su momento y con todas sus imperfecciones, el Estado de las autonomías significó un hallazgo imprevisto. Agotadas hoy sus virtualidades, ¿hay quién esté dispuesto a trabajar por una alternativa innovadora?

Josep Maria Bricall es político y economista; Josep Maria Castellet es crítico literario y ensayista; Salvador Giner es presidente del Instituto de Estudios Catalanes; Jordi Nadal es catedrático emérito de Historia Económica de la Universidad de Barcelona; Antoni Serra Ramoneda es catedrático de Economía de la Empresa y Josep Maria Vallès es ex consejero de Justicia y catedrático de Ciencia Política.

¿Y AHORA QUE?

La Vanguardia
Pilar Rahola
El drama mayor es que los chicos de María Emilia Casas se han cargado el espíritu de la transición
Crónica de una castración anunciada. Ni el más resistente de los optimistas llegó a pensar nunca que el paso del Estatut por el Constitucional auguraría nada bueno. Las cartas siempre estuvieron marcadas. Primero, porque este Constitucional no es el territorio donde anidan las cabezas más prestigiosas del constitucionalismo, sino donde aterrizan los cromos que se reparten los dos partidos españoles mayoritarios. Es decir, no se trata del Tribunal Constitucional de países como Estados Unidos, cuyos nombres propios están por encima de las miserias de los partidos. Se trata básicamente de un "pongo el mío, donde tu pones el tuyo" y así dominan un órgano fundamental de la estructura legal del Estado. La primera vergüenza de este tribunal nace de su propia idiosincrasia, tan alejada de la excelencia, como cercana a la politización más burda. Y en un tribunal donde los catalanes no pintamos nada, y que debe debatir sobre una ley de leyes catalana, que intenta consolidar aspectos de soberanía, el resultado sólo puede ser el que ha sido: una guillotina. Si añadimos, además, la estela vergonzosa que ha acompañado al Constitucional durante cuatro años, con recusados y muertos no sustituidos, con debate propio de la guerra política y no de la reflexión jurídica, con varias sentencias fallidas a causa de dicha guerra, con unos progres - ¿se les llama progres porque los puso el PSOE?-que se iban de toros con los del otro lado y con un tribunal cuyas competencias para debatir una ley íntegra, votada por tres cámaras parlamentarias, era harto discutible, si lo sumamos todo, lo que queda es un escándalo democrático. Habrá que agradecer al PP su diligencia en capar la autonomía catalana. A Eugeni Gay, su complicidad en la guillotina. Y a la dualidad PPPSOE su imposición de Estado, por encima del sentido plural del territorio. Todos a una, contra Catalunya.

¿Y ahora qué? Aparte de los insensatos de ERC, que gozan con los extremos y se alborozan porque creen que van a conseguir cuatro votos independentistas más para echarse a sus depauperados estómagos, los partidos catalanes sensatos están en una seria encrucijada. Primero porque han constatado que pactar entre ellos, refrendar popularmente y ganar votaciones en los parlamentos puede resultar papel mojado. Es decir, los caminos de la ley no han servido. Segundo, porque esto solo consigue tensar la ya tensa relación Catalunya-España, y porque ante el cuello de botella del sistema, Catalunya no tiene salidas razonables. Y tercero, porque estamos en un cambio de paradigma y ese es el drama mayor de todos: que los chicos de María Emilia Casas se han cargado el espíritu de la transición. Ahora nos manifestaremos, nos enfadaremos, nos indignaremos y constataremos la dura realidad: que en España sólo nos quieren serviles, sumisos y capados. Es decir, en España no nos quieren.

LA ESPAÑA PLURAL

LA ESPAÑA PLURAL

Ferran Requejo
Hace cinco años, el Gobierno socialista, con el liderazgo de Rodríguez Zapatero, pareció apostar por una actitud más abierta y decidida que los gobiernos anteriores del PSOE y PP para establecer un acuerdo amplio que recondujera la articulación política y financiera de Catalunya en la democracia española. Eran los días de la España plural.La reforma del Estatut y del modelo de financiación aparecían como dos palancas básicas para esta reforma histórica, que permitiría a España entrar en la modernidad política en el tema territorial, y solucionar lo que se hizo mal en la transición y en el desarrollo constitucional.

¿Cuál es el balance para Catalunya de los gobiernos de Zapatero en torno a la España plural,el Estatut, la financiación y las infraestructuras? Pues tras cinco años, se trata de un balance francamente pobre (la decisión de la ampliación del aeropuerto pertenece a un periodo muy anterior, tras aprobarse la faraónica T4 madrileña). En estos años se ha mantenido el casi expolio fiscal que representa para los catalanes el actual sistema de financiación; se ha persistido en la escasa inversión anual del Gobierno central en Catalunya (una deuda histórica,esta de verdad); no se ha reformado la obsoleta gestión centralizada del aeropuerto de Barcelona para que tenga su centro de gravedad en Catalunya, y se ha continuado invadiendo competencias por parte del Gobierno central. El nuevo Estatut (2006), con todas sus limitaciones y decepciones, es una ley vigente, pero no lo parece.

¿Y ahora qué? En el horizonte inmediato aparecen dos temas estrella: el modelo de financiación y la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatut. Se trata de dos temas de calado frente a los que el Gobierno de la Generalitat y los partidos catalanes deberían reaccionar si, como es previsible, se degrada aún más el autogobierno por vía interpretativa y no se cuenta con una financiación solvente.

Todo apunta a que el Gobierno central está proponiendo un modelo de financiación de cortos vuelos, escudado demagógicamente en la situación de crisis económica

- que es algo que técnicamente no incide en el modelo-.Parece que no va a ser ni mucho menos una propuesta para solucionar el problema de fondo. Ni en términos de equidad, ni en términos de eficacia. El Gobierno central sigue ahondando la perspectiva de que Catalunya avance con el freno de mano puesto. Lo cual, además de injusto e inaceptable para los catalanes, resulta irracional para el conjunto del sistema.

Tras el actual desapego generalizado de la población catalana sobre la situación política de los tres últimos años - manifestado en diversos indicadores de desafección política (abstención, resultados de encuestas de opinión...)-,la organización política que parece clave en estos momentos es el PSC. Se trata de un partido que nunca se ha opuesto al PSOE, especialmente en los tramos decisivos de las decisiones, cuando impera una lógica de confrontación con el Gobierno central. Una vez asumida la presidencia de la Generalitat, parecía que esta actuación iba a cambiar, cuando menos en términos institucionales. ¿Qué actitud política adoptará este partido desde el Gobierno de la Generalitat, desde sus 25 diputados en el Congreso (presupuestos del Estado) y sus dos ministros frente a los dos temas mencionados?; ¿qué deberían hacer unos y otros frente a las probables decepciones del modelo de financiación?; ¿y frente a la previsible interpretación a la baja del autogobierno por parte de un TC deslegitimado y manipulado por los dos grandes partidos españoles? ¿Va a ser asumido un modelo de financiación insuficiente y acatada sin más la sentencia del TC si vulnera aspectos clave del autogobierno? El país debe reaccionar. La sociedad civil puede sumarse a una reacción, pero el liderazgo político resulta imprescindible.

Estamos entrando en una nueva fase política. El futuro inmediato del país parece que va a estar presidido por una lógica de confrontación más que de consenso en las relaciones con el Gobierno central. Y para ello Catalunya necesita gobiernos fuertes. El tripartito no lo es. Tampoco lo sería un gobierno de CiU en solitario. El país necesita gobiernos nacionales, coherentes, estables y con programas políticamente ambiciosos que sitúen y refuercen al país en un mundo crecientemente competitivo e interconectado. Europa ya es pequeña como marco de actuación. La clase política catalana habla de globalización, pero todavía mira demasiado a España. El marco de actuación es el mundo. Hace falta más valentía, establecer objetivos claros y, si es necesario, tirar pel dret.

Catalunya necesita gobiernos transversales que tomen decisiones estratégicas en los temas cruciales de futuro (infraestructuras, economía, investigación-innovación, proyección exterior, inmigración, autogobierno, etcétera). Unas decisiones que los gobiernos débiles no toman. Estos últimos incentivan una lógica de gobierno-oposición que propicia una confrontación entre los partidos catalanes. Una lógica basada en reproches mutuos de muy poco alcance político en términos de futuro y que, además, fomentan la desafección ciudadana. Estamos en un momento en el que urge una recuperación de la política en su sentido más amplio y más noble. ¿Estarán el PSC y el resto de partidos a la altura del momento?, ¿o vamos a seguir con letanías de reproches internos? Desde una perspectiva de país, los verdaderos adversarios no están dentro de Catalunya, están fuera.
F. REQUEJO, catedrático de Ciencia Política (UPF) y coautor de ´Desigualtats en democràcia´ (Eumo, 2009) LA VANG.

DESAFIO Y "FLAMARADA"

LA SENTENCIA DEL ESTATUT
Desafío y "flamarada"
Antoni Puigverd
Aznar había conseguido una cosa importantísima: el abrazo entre Azaña y José Antonio
Aunque en Catalunya la sentencia estatutaria marca la agenda y aunque las palabras de María Dolores de Cospedal (cada día más puesta en su papel de dómina del sado político) parecen las más duras, en Madrid la batalla ibérica no pasa por Barcelona, sino por Lisboa. Estos días, España mantiene una batalla sin cuartel con Portugal por el control de la telefonía en Brasil. En la capital del reino conceden más importancia a esta batalla que al resultado de la azarosa y desigual partida de ajedrez estatutaria. El tono es, sin embargo, el mismo. Fíjense en el titular del diario El País de ayer: "Portugal desafía a la UE y a España al vetar la venta de Vivo a Telefónica". Desafío es una palabra que en Madrid se pronuncia con frecuencia y delectación.

El primer y gran error del azaroso proceso estatutario fue no entender que la España de matriz castellana que Aznar reconstruyó con formidable vigor esperaba el "desafío" catalán para librar una batalla decisiva: la batalla de la reconversión definitiva de España en Francia. La aparición del tripartito es consecuencia del crecimiento de ERC y tal crecimiento es expresión de un rebote sentimental que se vivió en Catalunya como reacción a la España aznariana. En aquellos años todo quedó afectado por Aznar: CiU fue víctima del pacto del Majestic, el pacto del Tinell demonizó al PP para expulsar con moralina a CiU y el viaje estatutario empezó siendo, en realidad, una competición infantil entre partidos que pugnaban por expresar su fervor cuatribarrado. Los partidos catalanistas repetían lo que Amadeu Hurtado bautizó en los meses previos al vergonzoso fiasco de octubre de 1934 como "la flamarada". Y no pudieron darse cuenta de que, incluso después de su abrupto y estrepitoso final, Aznar había conseguido en España una cosa importantísima: el abrazo entre Azaña y José Antonio. En efecto, las élites españoles de matriz castellana, sea cual sea su origen familiar, participan hoy en día de la misma ilusión: una España a la francesa, un Madrid parisino, el papel importante en el concierto de las naciones y un final feliz para Azaña y José Antonio, que finalmente se reconocen, se perdonan y descubren lo mucho que comparten (entre otras cosas, el hartazgo de la insoportable excepción catalana). El juez Aragón y el intelectual Savater quizás votan todavía izquierda, pero comparten esta visión.

La obligación del débil es ser más inteligente que el fuerte, pues la victoria sólo se obtiene gracias a la fuerza o a la astucia. Los partidos catalanes no actuaron con inteligencia aunque, a la espera de la letra pequeña, el resultado de la partida estatutaria, puede no haber sido malo. La crisis habrá sido la gran aliada: los jueces no se han atrevido a añadir toda la leña al fuego que deseaban. El mal menor, si se confirma, exigiría por una vez - ¡al menos por una vez!-no más ruido, sino algunas nueces de astucia.

LO QUE NO RESOLVERA LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL

A estas alturas y cualquiera que sea el contenido o la fecha en que se publique, es muy probable que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña deje muy abiertas y sin resolver cuestiones que se plantearon a la institución y otras adicionales que ha suscitado su misma actuación. Empezando por las últimas, no parece que el Tribunal vaya a ser capaz de disipar serias dudas sobre la idoneidad de sus miembros para enfrentarse a un asunto como el que han abordado. No se trata de la competencia técnica de cada uno de los magistrados que tendría que darse por supuesto
Será difícil que la sentencia disipe el desencuentro entre la opinión pública catalana y la española
Se trata de la capacidad del colectivo para comprender que la caducidad flagrante de algunos mandatos y la persistente dificultad para arribar a acuerdos ampliamente sustentados le recomendarían una prudente autocontención. Especialmente, en el momento de examinar un importante acuerdo político amparado por las correspondientes mayorías parlamentarias y por la preceptiva ratificación popular.
El hecho es que el recurso al Tribunal y su accidentado y dilatado tratamiento han abierto profundos interrogantes respecto del papel de la institución cuando acepta enfrentarse a un texto refrendado por la mayoría popular. Sea cual fuere la orientación de una eventual sentencia, seguirá sin respuesta convincente la pregunta sobre la procedencia de que sobre aquel refrendo ciudadano se imponga una decisión ulterior del Tribunal. Porque no dejará de ser también una decisión política aunque se formalice jurídicamente.
En lo sustantivo de la cuestión, será muy difícil que la sentencia disipe el denso clima de desencuentro entre una parte mayoritaria de la opinión pública catalana -no constituida sólo por independentistas- y una parte mayoritaria de la opinión pública -no sólo formada por conservadores- en el resto de España. El Estatuto de 2006 fue en su origen y en buena medida un intento para combatir aquel clima con una recuperación del espíritu que llevó al pacto constituyente de 1978. Ya sé que para algunos que se aferran de buena fe a un tipo determinado de positivismo constitucional no puede admitirse la existencia de tal pacto porque no reconocen a una de las partes. Evitar este reconocimiento me resulta tan ilusorio como evitar la referencia a España -y no sólo a su Estado- cuando se trata de identificar a un sujeto político de entidad política innegable.
El pacto de 1978 había visto desgastada su legitimidad ante la opinión pública catalana. En gran medida a causa de las interpretaciones restrictivas que sus disposiciones habían recibido por parte de las instancias estatales. El desgaste de la confianza en el acuerdo estatutario lo señalaban desde hacía tiempo importantes indicadores. De entrada, las mayorías electorales en Cataluña. Pero no solamente. Circuló en su momento la leyenda urbana de que el nuevo Estatuto era un objetivo impopular. Fue calificado a menudo como simple pretexto para satisfacer aspiraciones más o menos inconfesables de determinadas élites. Es-ta interesada leyenda urbana fue difundida generosamente pese a que los datos disponibles señalaban de manera persistente que más del 70% de la sociedad catalana reclamaba un mayor grado de autogobierno. Eran datos contrastados de forma reiterada por el Centro de Investigaciones Sociológicas y no sólo por instituciones catalanas.
Lo cierto es que, a lo largo de su gestación, el texto que dio lugar al nuevo Estatuto de 2006 fue objeto de sucesivas reducciones respecto de sus pretensiones originales. En el curso de una observancia escrupulosa del procedimiento constitucional, el proyecto experimentó sustanciosas modificaciones a la baja. A pesar de lo cual, el texto fue aceptado por muchos catalanes como el único posible en las circunstancias del momento.
Si la sentencia del Tribunal insiste ahora en reducir el alcance del acuerdo estatutario de 2006, nadie debería sorprenderse de que siga creciendo en nuestra escena política aquel oscuro clima de desafección al que se ha referido en más de una ocasión el siempre ponderado presidente Montilla. Esta desafección incorpora actitudes de alejamiento e indiferencia con efectos políticos innegables. Con respecto al sistema político catalán, pero también con respecto al sistema político español. Si las aspiraciones contenidas en el Estatuto sobrepasan cualquier interpretación posible de la Constitución, será más difícil para muchos seguir prestando su confianza al código de 1978.
Sin desembocar forzosamente en ruidosa hostilidad, es imposible ignorar que tal pérdida de confianza debilitaría el apoyo que cualquier sistema político necesita para conservar un grado suficiente de legitimidad. Es frecuente aludir a los déficits de legitimidad que padecen hoy nuestras democracias. Si bien es cierto que no le corresponde al Tribunal la responsabilidad exclusiva de compensarlos, tampoco puede permitirse contribuir a su agravamiento.
Se ha rumoreado también en algún momento que la moneda de cambio para frenar voluntades dispuestas a cercenar partes sensibles del Estatuto podría ser la amputación de lo que allí se establece con respecto a la administración de justicia. Si ahí estuviera efectivamente una moneda de cambio, sería más explicable por la presión de intereses corporativos que por el peso de argumentos sustantivos. Quienes han leído el texto comprueban su respeto a la unidad estatal del poder judicial y la clara exclusión de una "justicia autonómica".
El texto asegura la existencia de una magistratura cuya selección, designación, promoción, retribución, inspección y capacidad de control siguen en manos de órganos del Estado y no de la Comunidad Autónoma. En sólo 10 artículos dedicados a la justicia, son más de 20 las remisiones a la Ley Orgánica del Poder Judicial que el texto asume. Nada tiene que ver, por tanto, con una estructura jurisdiccional parecida a la que funciona en Alemania, Suiza o Canadá.
Si el Tribunal optara ahora por hincar el bisturí en aspectos laterales contemplados por el Estatuto al tratar de este asunto, tendríamos una nueva señal de que el inmovilismo corporativo sigue pesando sobre un servicio público de la justicia cuyos resultados -por decirlo benévolamente- dejan mucho que desear. Una situación que lastra también gravemente la credibilidad de la democracia española.
Son varias, pues, las cuestiones pendientes, todas ellas de calibre político más que notable. Puede afirmarse con fundamento que no cabe reclamar al Tribunal la solución de problemas de los que no puede ser considerado responsable. Pero es exigible que no sea un obstáculo para su resolución. O que no los agrave con sus actuaciones. Porque si lo hace, contribuirá a dificultar el inicio de un recorrido post-sentencia que sería deseable emprender por parte de quienes -en Cataluña y en el resto de España- quieren mantener todavía la expectativa de una relación menos incómoda y han resistido hasta ahora las tentaciones de una irreversible indiferencia o de una drástica ruptura.
Josep M. Vallès es catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la UAB.
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El PAIS 25-11-09

LA SENTENCIA

La sentencia
Víctor Ferreres Comella
No es raro en otros países que jueces constitucionales anulen normas aprobadas por el pueblo en referéndum
La ciudadanía agradecería una lectura menos dramática de las consecuencias de esta sentencia
Por fin tenemos sentencia. Tras casi cuatro años de deliberaciones, el Tribunal Constitucional consiguió el pasado lunes resolver el recurso presentado por el Partido Popular contra el nuevo Estatuto de Autonomía de Catalunya. Aunque el texto de la sentencia no se publicará hasta dentro de unos días, el Tribunal ha dado a conocer el contenido de su resolución, por la que declara inconstitucionales 14 artículos, somete a determinadas interpretaciones otros 27, y avala el resto del Estatuto. Tiempo habrá para analizar con calma los razonamientos que han llevado al Tribunal a esta conclusión. De momento, cabe hacer algunas reflexiones.

En primer lugar, es una buena noticia que el Tribunal haya dictado finalmente esta sentencia. Es lamentable que haya tardado tanto, y que el procedimiento de discusión y votación haya sido tan atormentado. Pero habría sido peor que el Tribunal se hubiera mostrado incapaz de cumplir con su obligación, que era, sencillamente, determinar si el Partido Popular tenía o no razón, en términos jurídicos, cuando sostenía en su recurso que el Estatut contenía preceptos contrarios a la Constitución. Ningún experto sensato ha puesto en duda que el Tribunal, con la ley en la mano, tenía plena competencia para conocer de este asunto.

Es verdad que la aprobación del Estatut por dos Parlamentos (el catalán y el español), así como por la propia ciudadanía catalana en referéndum, obligaba al Tribunal a ser especialmente cuidadoso antes de decir no a un precepto estatutario. Pero la deferencia, la prudencia de un tribunal, no equivale a abdicación. Las instituciones deben cumplir con sus cometidos. Contrariamente a lo que han dicho algunos políticos, no es raro en otros países que los jueces constitucionales anulen normas que han sido aprobadas por el pueblo en referéndum.

En segundo lugar, al estudiar los diversos bloques de preceptos sobre los que se ha pronunciado el Tribunal, habrá que distinguir entre los aspectos más técnicos, y los menos técnicos. Respecto de los primeros, no parece que haya habido una gran división de fondo entre los magistrados del "grupo conservador" y los del "grupo progresista".

Así, por ejemplo, la conclusión de que el Estatut contiene normas inconstitucionales en la parte relativa al poder judicial ha sido apoyada por una amplísima mayoría de magistrados. Y es que, en efecto, no hace falta adscribirse a una ideología conservadora para darse cuenta de que el Estatuto de Catalunya puede regular las instituciones propias de la Generalitat, pero carece de competencia para regular (aunque sea de manera fragmentaria) la organización de las instituciones del Estado, como las que integran el poder judicial.

Con respecto a otros temas más delicados, como el relativo a la nación o a la lengua, las discrepancias entre los magistrados parecen haber sido más profundas, seguramente porque en estos asuntos la técnica jurídica es más frágil ante el embate de la política. No parece, sin embargo, con la información de la que disponemos en estos momentos, que el Tribunal Constitucional haya restringido de manera irrazonable las políticas públicas de protección y fomento de la lengua catalana.

En tercer lugar, el Partido Popular puede esgrimir con razón que ha tenido un éxito parcial con su recurso, pero tendrá que pedir excusas por no haber recurrido preceptos similares que figuran en otros estatutos, como el andaluz, a los que ha dado respaldo político.

Esta doble vara de medir es totalmente inaceptable. El argumento que ha dado el PP es que el Estatuto de Autonomía andaluz se aprobó con el consenso del Partido Socialista y del Partido Popular. Pero este argumento no es válido: el propio Partido Popular ha dicho reiteradamente que los estatutos deben respetar la Constitución, y que eso no depende de cuántos apoyos políticos hayan obtenido. Por su parte, los juristas tendremos que buscar fórmulas para poder extender a los otros estatutos la doctrina establecida por el Tribunal Constitucional en su sentencia.

En cuarto lugar, es descabellada la idea de convocar un referéndum para que los ciudadanos fijen su posición tras la sentencia. Basta con plantearse cuál sería la pregunta a la que deberían responder para darse cuenta de que el referéndum sería un disparate. Algunos han dicho que los ciudadanos tienen derecho a pronunciarse acerca de si les gusta o no el Estatut rebajado, el que resulta del dictamen del Tribunal Constitucional. Probablemente, una gran mayoría diría que no, pero el problema es que la poda parcial que ha sufrido el Estatut ha sido necesaria para asegurar su encaje con la Constitución. Frente al Estatut parcialmente corregido por la sentencia, ¿cuál sería la alternativa? ¿Volver al Estatut de 1979?

Obviamente, eso supondría dar un paso atrás. El nuevo Estatut constituye un importante avance en muchos temas. Naturalmente, siempre se podrá hacer un nuevo Estatut. La sentencia no lo impide en absoluto. Pero seamos serios: ¿dónde está la fuerza política dispuesta a proponer a los sufridos ciudadanos que se inicie otra vez un proceso de reforma estatutaria?

Parece mucho más sensato aceptar los límites constitucionales que el Tribunal Constitucional ha señalado, y lograr por otras vías lo que se pretendía conseguir a través del Estatut. Así, por ejemplo, del mismo modo que no era necesario la reforma estatutaria para lograr un nuevo sistema de financiación autonómica, se puede conseguir una nueva configuración del poder judicial a través de las correspondientes leyes orgánicas. Existen muchas posibilidades abiertas. La ciudadanía agradecería una lectura menos dramática de las consecuencias de esta sentencia.
V. FERRERES COMELLA, profesor de Derecho Constitucional. Universitat Pompeu Fabra

LA SENTENCIA ES POLITICA O JURIDICA?

JOSEP RAMONEDA 01/07/2010 el pais


Como respuesta a las airadas reacciones que provienen de Cataluña, va emergiendo un discurso angelical que pide que la sentencia del Constitucional se analice en términos jurídicos y no políticos. Es una falsa alternativa. Porque la sentencia es forzosamente política ya en origen: corrige un texto legal aprobado en referéndum (lo que pone en duda la primacía de la soberanía popular); responde a un recurso político presentado por el PP, con el apoyo de una movilización ciudadana por toda España; y se ha dictado tras un proceso deliberativo lleno de sombras políticas.
Un dirigente socialista catalán me decía que es una sentencia pensada para dar satisfacción al PSOE y al PP. Es un modo de expresar la extrañeza que ha generado la repentina aceleración de la decisión judicial. En tres horas se ha encontrado la salida del laberinto que no había sido posible entrever en cuatro años. ¿Hubo pacto político previo entre los grandes partidos?
Pero además de política en su origen y en su gestación, lo es por sus consecuencias. La sentencia tiene un manifiesto carácter nivelador: tanto en el terreno de lo simbólico (nación, fiestas, himnos y compañía) como en el de lo práctico. En este sentido, restringe los artículos del Estatut que daban mayor autogobierno a Cataluña en materia de política económica y tributaria o en la organización del poder judicial, limita la relación bilateral y atiende a un criterio sistemático de reforzamiento de las normas de base del Estado. Con lo cual, genera efectos políticos inmediatos que se expresan en dos actitudes básicas. Dar por completado el Estado autonómico, que es lo que explica el triunfalismo del PSOE y la discreción del PP, entendiendo que esta sentencia dibuja el punto máximo de elasticidad de la Constitución. O dar por agotado el Estado de las autonomías, que es la interpretación que hacen las fuerzas políticas catalanas, incluido el presidente Montilla -con la excepción del PP y un sector importante del PSC que sigue creyendo que su prioridad es gobernar en España y no en Cataluña-.
La sentencia llega a la política catalana en vigilias electorales. Son una excelente oportunidad para que cada partido defina sus estrategias ante esta nueva fase, que podemos denominar posautonómica o pospujolista (en la medida en que evidencia el agotamiento del posibilismo del que el presidente Pujol hizo un estilo). CiU, a la que viene de perillas la sentencia para pedir un Gobierno fuerte en su intento de alcanzar la mayoría absoluta, ya ha colocado el referéndum sobre el concierto económico como enseña de esta nueva etapa soberanista. El presidente Montilla ha situado en la defensa de los pactos entre Cataluña y España, surgidos durante la Transición, y el Estatut, como última formulación de los mismos, como estrategia para recuperar el espíritu que el TC ha liquidado. Iniciativa per Catalunya pide un referéndum para que la ciudadanía se pronuncie sobre el Estatut corregido, que inevitablemente se convertiría en un ensayo de autodeterminación. Y Esquerra Republicana insiste en la independencia, convencida de que el argumento gana enteros ante el bloqueo del Estado autonómico y la imposibilidad del sueño federal. El PP, por supuesto, intentará la cuadratura del círculo: aparecer como defensores del nuevo Estatuto, tratando de hacer olvidar que presentaron un recurso para cargárselo de arriba abajo, que incluso el Constitucional ha considerado excesivo.
Estas son las consecuencias políticas, de una sentencia inevitablemente política. Tan política que pone de manifiesto una de las grandes lacras de la sociedad española: el corporativismo. Es enternecedor que las tijeras del alto tribunal hayan sido especialmente contundentes en los artículos referidos al poder judicial. Nadie quiere ceder un milímetro de poder.
Vienen ahora los días de las protestas y de los actos de ritual: pleno del Parlamento catalán, declaración oficial, apariencia de unidad (inevitablemente precaria en vigilias electorales) y manifestación convocada por la sociedad civil. Servirán para medir los estados de ánimo, pero inmediatamente se impondrá la realidad de la política cotidiana, es decir, de los distintos intereses partidarios. CiU, instalada en las ambigüedades del soberanismo, tiene prisa para recuperar el poder y acumular capital político, frente al PSOE como frente al PP, cara a futuras mayorías parlamentarias. El Gobierno de izquierdas busca reencontrar un momento de unidad que no está claro que alcance más allá de la manifestación de la semana que viene.
Con todo, la pregunta política es: ¿serán capaces los principales partidos catalanes -y especialmente CiU y PSC- de pactar un mínimo compartido para tratar de recuperar juntos -es decir, con unidad parlamentaria también en Madrid- lo perdido? ¿Federalismo o independencia? Esta es la cuestión. Y el federalismo sale tocado de este envite. Lo han declarado imposible.
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INCONSTITUCIONALIDAD PREVENTIVA

JOAN B. CULLA I CLARÀ 02/07/2010 EL PAIS


Quienes, ante el referéndum de junio de 2006, defendimos que, incluso tras sufrir el "cepillado" del que se vanaglorió Alfonso Guerra, el nuevo Estatuto representaba un paso adelante en el autogobierno y en el reconocimiento simbólico de Cataluña, sustentábamos esa creencia sobre cinco o seis pilares: la presencia en el preámbulo del concepto nación (aunque ya sabíamos que los preámbulos no tienen valor normativo); la equiparación jurídica entre catalán y castellano en cuanto al deber de conocer ambas lenguas; la introducción de un cierto principio de bilateralidad en las relaciones entre la Generalitat y el Estado; el freno al expansionismo de la legislación básica estatal, que había ido laminando las competencias del Estatuto de 1979; el compromiso de equidad entre el esfuerzo fiscal catalán y el de las demás comunidades autónomas, y, en fin, el nacimiento de un esbozo de poder judicial catalán.



Tras jugar siete años a los almogávares, ya no podemos, bajo el peso de la derrota, transmutarnos otra vez en fenicios
Pues bien, la sentencia conocida el pasado lunes dinamita metódicamente todos y cada uno de esos pilares. Siendo así, resulta un insulto a la inteligencia que, desde el sector soi-disant progresista del Tribunal Constitucional, desde el Gobierno central o desde el PSOE, se diga que el Estatuto ha quedado "incólume", que ha sido "avalado en su práctica totalidad" y que aquí el único derrotado es el Partido Popular. Otro tanto cabe decir de esas lecturas cuantitativistas según las cuales se ha validado la constitucionalidad "del 95% del texto", como si el recorte estatutario fuese el de una pieza de tela, que se mide por centímetros lineales.
Sí, por supuesto que, con esos "progresistas", y esos "conservadores", y el señor Eugeni Gay en posición de cuerpo a tierra, el fallo hubiese podido ser peor. De todos modos, la sentencia supone un triunfo palmario de lo que debería llamarse la doctrina de la "inconstitucionalidad preventiva" o la "inconstitucionalidad por si acaso". Solo así puede entenderse que contenidos también presentes en otros Estatutos -la existencia de símbolos y atributos "nacionales" o de Consejos de Justicia autonómicos- no hayan sido ahí ni siquiera recurridos, mientras que en el texto catalán son anulados u objeto de interpretación restrictiva.
El mero hecho de que los magistrados hayan sentido la necesidad de invocar hasta ocho veces "la indisoluble unidad de la nación española" traiciona su miedo ante una "nación catalana", su recelo hacia la Generalitat, su desconfianza frente a las instituciones políticas catalanas, sospechosas de incubar arteros designios separatistas y proyectos de monolingüismo excluyente a los que era preciso poner coto preventivo. Haciéndolo así, los guardianes de la Constitución se han limitado a responder al ambiente mediático, cultural, social y político madrileño que es su líquido amniótico, su biotopo natural. No es que nos tengan manía, solo piensan que su misión histórica -aquello a lo que les instaban amigos, colegas, opinadores y convecinos- era la de cortar en seco veleidades soberanistas o confederales y presuntas persecuciones al castellano en Cataluña. Y eso creen haber hecho, aunque a medio plazo tal vez el tiro les salga por la culata.
En todo caso, el problema de fondo que subyace a la sentencia -la gravísima crisis de confianza recíproca, el alejamiento afectivo, el desapego, el sentimiento de humillación que albergan cientos de miles de catalanes-, todo esto no se arregla con una cumbre entre los presidentes Rodríguez Zapatero y Montilla para -según anunció el segundo- "rehacer el pacto estatutario y reforzar el pacto constitucional". Tampoco se resuelve echando mano del artículo 150.2 de la Constitución para arañarle al Estado alguna que otra delegación competencial. La política del peix al cove estuvo bien mientras parecía la alternativa timorata a las ambiciones épicas de un nuevo Estatuto. Pero, tras siete años de jugar a los almogávares, ahora no podemos, bajo el peso de la derrota, transmutarnos otra vez en fenicios.

El Pais 2 7 10

AUTONOMIA BAJO VIGILANCIA

Francesc-Marc Álvaro La Vanguardia

El veterano diario madrileño Abc E acertó ayer con el verbo elegido para describir lo ocurrido: "El TC purga el Estatut". Purgar tiene una acepción médica y una política, que remite a una de las peores prácticas del totalitarismo soviético, el de las purgas de personal sospechoso de desafección. En perspectiva española y españolista, el Estatut nació enfermo y debía ser purgado para que no infectara con su toxicidad la salud entera del Estado. Catalunya - siempre sospechosa de desafección-debía recibir adecuado tratamiento por haber osado explorar los límites del tablero de juego siguiendo escrupulosamente las reglas del mismo. La purga ha sido severa, profunda y de efectos devastadores en el organismo intervenido. Más de lo que parece.

Hay dos maneras de analizarla. La primera consiste en aplicar el método del vaso medio lleno/ medio vacío y, con ayuda de los técnicos constitucionalistas, ir contando las partes del tejido que han quedado a salvo y las que se han visto literalmente destruidas por la sustancia administrada. La segunda consiste en valorar la mera existencia de la sentencia del TC sobre el Estatut como la plasmación inequívoca de un golpe de timón constitucional que, a partir de ahora, pone a la autonomía catalana bajo estricta vigilancia; Catalunya es un cuerpo extraño, una anomalía, y como tal será tratada. Este cronista analiza los graves hechos que estamos viviendo a través de este segundo prisma.

Se nos ha dicho, con solemne retraso, que el Estatut votado por el Parlament, por las Cortes españolas y por la ciudadanía catalana en referéndum no vale, no sirve.

Nada parecido había ocurrido nunca desde la recuperación democrática. Repito: nada como esto. Que el TC sea un organismo averiado, carcomido por el partidismo y desprestigiado sólo añade color local - el del esperpento valleinclanesco - a la escena. Lo sustancial es que unos pocos magistrados, intérpretes supremos de la Constitución de 1978, tienen más fuerza que los legisladores y que el pueblo llamado a las urnas. La cuestión, claro está, es política, no jurídica. El que no vea en esta circunstancia una ruptura histórica de grandes dimensiones y efectos impredecibles debería acudir rápidamente al oftalmólogo. Se considere usted centralista, autonomista, federalista, independentista o indiferente, debe saber que, desde la tarde del lunes, hemos entrado en una etapa radicalmente nueva.

Es una ironía del calendario que todo esto pase cuando celebramos el centenario del nacimiento del historiador Jaume Vicens Vives, cuya obra Notícia de Catalunya está en la base del catalanismo surgido después de la Guerra Civil, el que buscaba el autogobierno y un nuevo pacto entre los catalanes y la España castellana, el que fue uno de los motores indispensables y más potentes de la transición. La sentencia del TC envía un mensaje claro: otra forma de hacer España no es posible, ni realizable ni pensable. La demanda catalana de más poder y más recursos es absolutamente indigerible para la cultura política española de hoy.

El único autonomismo válido para Catalunya será, desde ahora, el que pase los controles constantes de una vigilancia especial, regida por el principio de la sospecha. He aquí el proceloso mundo de los artículos estatutarios que son reinterpretados, siempre a la baja. Pero la férrea reacción uniformista que ha plasmado el TC es el peor favor que le pueden hacer a esa unidad española que tanto dicen defender. La encuesta de Noxa para La Vanguardia del pasado mayo indicaba que hasta un 37% de los catalanes votaría a favor de la independencia. ¿Cuántos independentistas crea la sentencia del TC? Por otro lado, el federalismo voluntarista del PSC pasa a ser, irremediablemente, una pieza de museo.

¿Qué hacer a partir de ahora? La celebración de elecciones es una salida imprescindible pero no suficiente. Porque el desafío al que se enfrentan la sociedad catalana y sus dirigentes es de tal amplitud, de tal densidad y de tal complejidad que no valen comparaciones ni analogías históricas. Además, la coincidencia de este cuadro de crisis institucional con la crisis económica tiene un doble efecto cruzado: aleja a los catalanes poco o nada catalanistas de cualquier discurso reivindicativo mientras da más argumentos no sentimentales a los catalanes catalanistas para desplazarse hacia el soberanismo. ¿Quién será capaz de armonizar los discursos que reclaman la crisis estatutaria y económica sin descoyuntarse? ¿Qué candidato a president será igual de convincente cuando hable de un gobierno eficaz y de un proyecto que nos saque del atolladero? Tengamos en cuenta tres fenómenos simultáneos: a) a pesar de sus debilidades y de sus fragmentaciones, el catalanismo es el único relato colectivo que da cierta consistencia a la sociedad catalana; b) el mundo catalanista se va desplazando hacia posiciones rupturistas, debido a la fatiga y a una creciente desconexión mental de España; y c) la sociedad catalana ajena al catalanismo vive la peripecia estatutaria como un ruido lejano e incomprensible, lo cual no excluye que el PP u otros grupos articulen eventuales apoyos a lo que representa la sentencia del TC. Así las cosas, la política catalana, amén de necesitar liderazgos que no teman decidir, debe superar