lunes, 14 de julio de 2008

MODERACION, AZÚA, MODERACION

La vang 14-07-08

Antoni Puigverd contesta a Félix de Azúa:

Siento cansar al lector hablando de nuevo del espinoso tema de las lenguas. Creía haber matizado suficientemente mi posición, pero parece que no lo he conseguido. Félix de Azúa, firmante del manifiesto, me sitúa (El País,10/ IV/ 2008) entre las mesnadas del tambor del Bruc mediático.Dice que, en lugar de pensar, le damos al trabuco. Mi prestigioso crítico no tiene un solo recuerdo para los excesos de los articulistas que han dado su apoyo al Manifiesto con argumentos tan agresivos que hielan el corazón, y desde medios en los que la disidencia es inexistente y abunda una desacomplejada catalanofobia (cuyo equivalente antagónico en Catalunya, la hispanofobia, he denunciado yo muchas veces, a pesar de que, por peso histórico, no puede compararse con lo que ya Quevedo cultivó: "Es el catalán el ladrón de tres brazos"). Un ejemplo: le pone "los pelos de punta" que Jordi Pujol llame a "combatir (...) sin miedo y sin respeto para quien no nos respeta", pero sus pelos no se quieren enterar de lo que afirmó De Cospedal: "Nos partiremos la cara por el castellano". Nunca he entendido este juego: colocar lupas sobre errores, excesos y peligros catalanes e ignorar por sistema errores, excesos y peligros de cierto españolismo, cuyos pecados históricos, siendo enormes, deberían mantener en guardia el sentido crítico de los intelectuales. Más sorprendente es la repentina conversión al victimismo: cuando lo practicaba Pujol, ¿no era risible? Dice Azúa que tendrá que refugiarse en masías de consellers. Yo no abrillanto mis argumentos con melancolía de perseguido, aunque, como todos los que escribimos, recibo insultos y amenazas. De ambos extremos, por cierto. Gajes del oficio. Cosa aparte es el País Vasco, donde matan al disidente. De ahí el profundo respeto que me produce la figura de Fernando Savater, diga lo que diga. Idéntico respeto me producen las figuras de Ernest Lluch o Gregorio Ordóñez. Sostiene el amigo Azúa que he abandonado mi moderación. Es posible que no me haya explicado bien. Aunque también es lícito sospechar que para librarse de una argumentación molesta, Azúa abusara de un recurso impropio de su reconocida inteligencia. El recurso consiste en espigar frases y argumentos de diversos y muy distintos articulistas aislándolos de su contexto y presentándolos como ingredientes de un todo que sólo existe en su artículo. Un todo caricaturesco, un sparring ideal para confirmar prejuicios y apriorismos. Se trata de demostrar que todos los críticos con el Manifiesto coinciden en una incurable empanada mental. Nacionalista, of course. De tal caricatura, se deduce asimismo una añeja displicencia: ¡Qué tontos sois, pobrecitos! Es la ley del sarcasmo, el brillante mecanismo denigratorio de Quevedo. Yo no lo confundo con los más xenófobos y desaforados articulistas que le apoyan. Me limité a leer el Manifiesto, sin apriorismos. Y expliqué lo que leí. Que proclama la superioridad democrática, social y cultural del castellano. Que confunde lengua común con lengua materna (con lo que, especialmente en los territorios monolingües de España, se da cobertura intelectual a un tópico que mucha gente de buena fe cree a pie juntillas: que hablamos en catalán para molestar, pues ya existe la lengua común). Que afirma: la "normalización lingüística es un atropello" (a pesar de que se aplica en países de mayor tradición democrática, como explicó en El País la profesora Violeta Demonte). Que niega el derecho de las lenguas a un territorio (pues sólo los individuos tienen derechos) y, sin embargo, afirma el derecho preferente de la lengua común,incluso si se trata de un servidor público en una comunidad bilingüe. Si las teorías lingüísticas a la francesa de estos literatos pudieran llevarse a cabo (por fortuna nuestra Constitución no lo permite), al catalán no le quedaría más espacio que el privado: el gueto. Por esta razón el Manifiesto ha sido percibido como un ataque. Y no, como afirma Azúa, porque el catalán se vea perjudicado "objetivamente por el castellano". Ni yo, ni, por supuesto, La Vanguardia,ni la mayoría de los catalanes (aunque sí una pequeña minoría) consideramos el castellano un enemigo. Lo consideramos un bien formidable. Como lo es el catalán. Ambas son lenguas maternas (es decir, sentimentales) de unos u otros catalanes, y es importante mantener entre nosotros algo más que cortesía: interés, comunicación, cordialidad. Si el castellano es una magnífica autopista mundial en todos los sentidos (del literario al económico), el catalán sólo nos pertenece a nosotros. Si primara como piden los del Manifiesto el derecho de la lengua oficial y quedara, consiguientemente, la lengua autóctona reducida a usos privados, sin aire social que respirar, se perdería no sólo un tesoro cultural, como sugiere el muy citado Steiner, sino nuestro gran tesoro. Los catalanes tendrán como propio o íntimo el castellano o el catalán, pero no quieren que la lengua los separe. Todos los intentos de crear trincheras han chocado con un consenso implícito. Todos sacrificamos muchas veces al día nuestro instinto lingüístico. Unos ceden en la escuela, otros en el juzgado, unos al renovar el DNI en la policía nacional,otros en una conselleria. Cedemos sin darnos cuenta. En el café, con el vecino, ante el revisor de Renfe. La política escolar catalana (democrática y sancionada por los tribunales) permite asegurar la unidad civil, el bien más preciado, y contribuye a facilitar el aprendizaje del catalán por parte de todos, sin merma del castellano, como han demostrado las notas de selectividad. Entiendo que algunos abanderen los derechos individuales. Pero en las sociedades complejas como la española, creo, modestamente, que es más saludable defender la mutua concesión. Cuando hablé de los puentes que rompe el Manifiesto, no me refería a la España convencional, sino a la España que yo defiendo: la que no siente alergia ante la variedad, sino que la abraza como su mejor riqueza. Lamento que muchos escritores que admiro, como el propio Azúa, prefieran una España a la francesa. Por fortuna, no son pocos los que en Madrid han salido en defensa de la complejidad española. Albricias. Profundizar en nuestra complejidad nos permitirá enfrentarnos con sentido de la proporción al mundo que se acerca. Un mundo en el que, como dice Zygmunt Bauman, "ya nadie se sentirá como en casa".

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