lunes, 12 de enero de 2009

LO CATALAN COMO ANOMALÍA

La Vanguardia 12-01-09

Leer hasta el final. Gracies Francesc. (PB)

EL DIPLOMATICO Y EL NATIVO)
Francesc-Marc Álvaro
El proceso del nuevo Estatut y la inacabable negociación de la financiación nos han aburrido a todos
Hace algunas semanas, almorcé con un diplomático extranjero que tenía interés en comprender un poco las relaciones entre Catalunya y Madrid así como los singulares contornos de la política y la sociedad catalanas. Esta persona, representante de un país rico y desarrollado, con una acreditada cultura democrática a años luz de la española, hizo algo que resulta muy sensato pero que no es, me temo, demasiado frecuente: quiso saber de primera mano qué es Catalunya, más allá de lo que los medios madrileños de comunicación recogen y difunden, más allá también del clima político propio de la capital del Estado. Este diplomático no se desplazó a Barcelona para confirmar una tesis preestablecida ni lo hizo para documentar sus prejuicios. Tan sólo buscaba romper la burbuja y acceder directamente a una realidad distinta, hablando con personas de perfiles profesionales e ideológicos diversos. Sus preguntas eran inteligentes y su actitud abierta, como corresponde a un profesional de la diplomacia. El encuentro fue muy agradable e, inmediatamente, pensé lo siguiente: ¿por qué es tan difícil, por no decir imposible, mantener una charla tranquila y franca sobre estos asuntos con españoles de fuera de Catalunya, incluso con personas cultas, informadas y tolerantes?

El nativo catalán acostumbra a hacerse esta pregunta varias veces al año. Incluso si el nativo catalán es ajeno a toda militancia o sentimiento catalanista, como le ocurrió a un amigo que, durante las pasadas vacaciones navideñas, se lo pasó en grande con unas chicas que viven en Madrid y proceden de varias provincias. Todo fue como una seda hasta que se mentó a las bichas habituales: el Estatut, la financiación y la lengua catalana. Aquellas muchachas, con empleos de alto nivel y acostumbradas a moverse en un mundo marcado por la globalización y la diversidad de mentalidades y culturas, se transformaron en fanáticas juezas de la Santa Inquisición, capaces de condenar en cinco minutos a todo aquel que no encaje en su esquema sagrado, inmutable y único de lo que debe ser España. ¿Por qué resulta imposible hablar con esas chicas como hablé yo con el diplomático extranjero? La respuesta tiene que ver con el respeto. Y el respeto tiene que ver con la percepción del otro. ¿Podemos aceptar que el otro no sea ni se conduzca según el patrón que se trata de imponer? Al final del debate, siempre aparece lo mismo: lo catalán como anomalía sospechosa, insoportable. De ahí derivan opiniones muy arraigadas que sirven de poderoso filtro a todas las noticias: hablan catalán para que no les entendamos, quieren quedarse con todo el dinero, se creen superiores a los demás...

El encuentro con el diplomático extranjero, más allá de constatar lo impracticable de un diálogo civil atenazado por una cultura política reaccionaria basada en el uniformismo, me llevó a otra conclusión. Estamos tan cansados de hablar de ciertas cosas que sólo nos anima hacerlo con aquellos que, observando el problema desde lejos, consiguen aportar preguntas nuevas y observaciones originales que airean el debate. El proceso del nuevo Estatut y la inacabable negociación de la financiación autonómica nos han aburrido a todos, incluso a los que, por convicción y profesión, no podemos desconectar. Esta fatiga del catalanismo, que algunos van anunciando como un mantra cada cierto tiempo, esta vez es más real que nunca, lo cual es paradójico: Catalunya necesita hoy disponer con urgencia de instrumentos legales y recursos suficientes para impedir el colapso de una sociedad que ha crecido por encima de toda previsión y que, además, es un destino preferido de la nueva inmigración que llega a España. Pero este cansancio catalanista, que es más propio del mundo de las ideas que otra cosa, no debería bloquear la toma de decisiones políticas ante los retos que se nos avecinan. Y no lo digo tanto por la inexistencia de un plan B si nos recortan el Estatut o nos ofrecen una financiación de pena. Lo digo por lo previsible y mediocre del juego táctico diario de los partidos, donde sobran defensas que sólo saben romper piernas y faltan delanteros goleadores.

Con todo, y a pesar de lo dicho, hay algo peor que la sensación de estar removiendo cada día las mismas expectativas frustrantes. Es mucho más preocupante ese tipo de derrotismo indiscriminado que sentencia, malhumorado, que "tot és una merda". Desde hace algunos meses, he escuchado esta frase a catalanistas y a no catalanistas, y a votantes de varios partidos, tanto de los que están en el Govern como en la oposición. Los primeros que adoptaron esta frase fueron los que confundieron su suerte personal con la del conjunto del país. Luego, otros muchos, de buena fe, también han repetido y repiten que todo es un desastre. La tentación de sumarse a esta opinión es alta, ciertamente. Pero este diagnóstico no sirve de nada. Para poner fin a la mediocridad política hace falta distinguir y matizar en la crítica.

Cuando ya tomábamos el café, el diplomático me preguntó por mi familia. Le conté que mi abuelo paterno había nacido en Torre Pacheco, en Murcia, y que había venido a Catalunya para trabajar en las obras de la Exposición Internacional de 1929. Marcos ÁlvaroHortelano, mi abuelo, si todavía viviera, no me permitiría decir que "tot és una merda". Tal vez me preguntaría qué es lo que yo estoy dispuesto a hacer para cambiar este panorama.

BARCELONA-PUIGCERDA LO MISMO QUE EN 1906

¿QUE HA HECHO EL CONDUCTOR PARA MERECER ESTO?

Antoni Puigverd (La Vanguardia 12-01-09)


El transporte público es, en efecto, la utopía de los que multan y decretan la reducción de velocidades
Un lector de La Vanguardia,Albert Altés, contaba ayer domingo las veces que tiene que cambiar de velocidad en sus diarios desplazamientos laborales de Barcelona a Igualada. Unas 21 veces en 62 kilómetros. Albert Altés transmitía la estupefacción, literalmente kafkiana, del ciudadano inocente obligado a prestar atención a los constantes cambios de órdenes impuestos por una autoridad que, imperando en las carreteras a través de los ojos de los radares, se dispone a castigarle al menor descuido.

Centenares de miles de personas se encuentran diariamente en la situación de nuestro maravillado lector. Para emprender una ardua jornada laboral (que, a lo peor, no es solamente ardua, sino angustiada por la crisis), estos infelices deben lanzarse forzosamente a las carreteras del país, pues, si bien los ayuntamientos de la magna conurbación barcelonesa favorecieron la expansión de la ciudad difusa, nadie tuvo en cuenta la urgencia de un sistema de comunicaciones adecuado.

Bastantes de estos sufridos conductores, ya de entrada, pagarán peaje. Más afortunados, otros sólo tirarán parte del sueldo despilfarrando involuntariamente gasolina: atrapados en alguna de las muchas e interminables colas de las primeras horas del día, arrancando y parando una y mil veces. Los colapsos obligan a gastar algo más que gasolina: tiempo. El coche está parado, pero los minutos corren, y los nervios están a flor de piel. Un día más, muchos llegarán tarde al trabajo.

De repente (como sucede por ejemplo en el nudo de El Papiol), algunos conductores se sienten provisionalmente liberados: habían estado largamente detenidos en la autopista, pero, superado el embudo, encaran con cierto desahogo la autovía que conduce a Barcelona. ¡Albricias! El asfalto está relativamente libre. Unos kilómetros más tarde, a la altura de Sant Feliu, los coches procedentes de la congestionada zona de Cornellà y de El Prat formarán otro monumental nudo sádico, con lo que la entrada a Barcelona será insoportablemente lenta (y, de nuevo, carísima en tiempo y gasolina).

Los conductores lo saben. Y desearían apretar el acelerador a 120 para aprovechar estos escasos kilómetros de libertad que hay entre el embudo ya superado y el embudo que les espera. Saben que podrían ganar algo de tiempo al retraso acumulado: la caridad de unos maravillosos minutos. Pero la severidad del ojo del radar es inquebrantable: podrías reducir tu retraso, sí, pero no te dejo. ¡A 80, y punto!

Al infeliz conductor de todo le acusan y por todo le arrean. Compró el modelo que conduce, sugestionado por publicistas que asociaban coche a libertad. Pero está siempre encarcelado en un colapso. Si, cuando las carreteras están libres, su coche se desmelena, le acusan de contaminar y de provocar accidentes. Sermón y multa que te crió.

No satisfechas con el sermón y la multa, las autoridades conminan ahora al infeliz conductor a que cambie de modelo. "Tome conciencia de que la industria automovilística es decisiva: ¡el mantenimiento de muchos puestos de trabajo depende de usted!". La misma autoridad que le conmina a comprar coches y le acusa de contaminar, le avisa ahora de que circular a 80 hora es demasiado. ¡Pronto circulará usted a 40! Cuando esto suceda, el lector Albert Altés y todos los infelices conductores que intentan no perder puntos ni pagar multas deberán contratar un investigador privado para aclarar cuántos indicativos de cambio de velocidad habrá que obedecer entre Barcelona e Igualada.

El infeliz conductor que depende del coche para llegar al trabajo y que gasta lo que no gana en gasolina y peajes se alegra cuando, atrapado en un colapso, escucha por la radio a un mandamás cantar las excelencias del transporte público. El transporte público es, en efecto, la utopía de los que multan y decretan la reducción de velocidades.

El infeliz ciudadano se consuela con esta utopía. Una vez cogió el tren de Igualada a Barcelona y tardó... ¡103 minutos! Peor lo tienen los de Vic, según recordó un candidato del partido que más sermonea al infeliz conductor. Se tarda hoy en tren de Barcelona a Puigcerdà lo mismo que en 1906, cuando Narcís Oller publicó la novela Pilar Prim,que relata un delicioso viaje entre las dos poblaciones.

El mundo se desencuaderna económicamente, el planeta se degrada, las carreteras se colapsan, una parte significativa de la red ferroviaria funciona como 100 años atrás, pero los que mandan no dudan: el conductor corriente y moliente es el único que va pasar por el aro. Atrapado y al borde de un ataque de nervios, el infeliz conductor se pregunta: ¿qué he hecho yo para merecer esto?