miércoles, 2 de julio de 2008

¿EL ULTIMO PUENTE?

Antoni Puigverd en La Vang.

Bravo por García de la Concha, director de la RAE: se niega a convertir la filología en artillería

Sorprende al ingenuo lector - firmante de este artículo- que, entre los redactores del enésimo manifiesto lingüístico que proclama (y exige) la supremacía del castellano estén dos autores que han reflexionado magistralmente sobre la generosidad. En El metro de platino iridiado de Álvaro Pombo, que leí dos veces y he regalado muchas más, aparece un personaje femenino, que, en un mundo familiar en ruinas, dominado por la mezquindad y la pulsión destructiva, mantiene en pie los afectos y la dignidad proyectando un formidable aliento positivo. ¿Y qué decir de José Antonio Marina, apasionado investigador de las capacidades creativas? "La inteligencia humana inventa muchas cosas, resuelve muchos problemas, pero su creación más altanera es la invención de modos nobles de vida", escribe, y concluye: "el logro máximo de la inteligencia es la ética y su realización práctica que es la bondad". Sorprende (y, sinceramente: deprime) que Marina y Pombo, que tanto y tan bien han reflexionado sobre la piedad y la diferencia, se dejen arrastrar por el instinto uniformador. Incapaces de ponerse en la piel de los hablantes españoles de otras lenguas en claro riesgo de desaparición, Marina, Pombo y compañía exigen la reforma de la Constitución a fin de que solamente el castellano tenga rango oficial. Dicen aceptar con gusto el precepto constitucional que insta a proteger el resto de lenguas peninsulares, pero identifican tal protección con la ausencia de "prohibiciones y restricciones". Puesto que hablan desde una supuesta superioridad del castellano, se creen legitimados para hacer alguna concesión: los castellanohablantes que residen en las zonas bilingües de España deben conocer la otra lengua "lo suficiente para convivir cortésmente con los demás". Cortesía discrecional y ausencia de prohibiciones, esa es toda la generosidad que concede el manifiesto a las lenguas que no son el castellano. Tales posiciones sorprenden en boca de Pombo y Marina, pero en cambio son perfectamente coherentes con la vida y las obras del formidable polemista Fernando Savater, del soberbio Vargas Llosa y de otros firmantes del manifiesto a los que podríamos denominar "darwinistas culturales": partidarios de la simplificación de Babel y defensores de una visión de la ilustración y de la democracia que, extrañamente, se detiene en el estadio histórico del estado (extrañamente, repito, pues en el mundo de hoy, si alguna posibilidad tienen los valores de la ilustración de prosperar es en los nuevos espacios transnacionales: en Europa, sin ir más lejos, donde la afirmación de que las lenguas no tienen derechos implicaría la imposición del inglés en detrimento del castellano). Veinte años atrás la visión uniforme de España estaba en manos del neofranquismo. Hoy, tal como evidencia la pléyade de firmantes del manifiesto, destila glamur por todos sus poros. Son muchos los actores de esta evolución. Pero Savater está entre los más destacados. Por su capacidad intelectual, sí, pero, fundamentalmente, por su comportamiento heroico frente a ETA. Con la tranquilidad de conciencia que me da haberle acompañado siempre en su batalla contra la barbarie, debo afirmar que sus posiciones, llenas de talento y brillantez, tienden cada vez más al desprecio y la displicencia de lo que ignora. También Ernest Lluch tenía sus propias ideas sobre el País Vasco y sobre una España neoaustracista. Si aceptamos que su muerte, asesinado por los bárbaros, no da más valor a sus ideas, tampoco las ideas de Savater deberían tener más valor por el hecho de que los bárbaros lo persigan. Cierto aristocratismo nietzscheano inspira el trabajo intelectual de otros firmantes del manifiesto, que se jactan de mantener una actitud impiadosa. "¡Que desenchufen de una vez al enfermo!", escribió uno refiriéndose al catalán. Y Savater mismo comentando la incomodidad que muchos catalanes sienten con la España uniforme, dijo: "Son como la princesa del cuento, notan el guisante debajo de ocho colchones". Me recordó a los sanos que se ríen del dolor ajeno. No sorprende, por lo tanto, la arrogancia con que los autores del manifiesto envían las lenguas no castellanas a una especie de limbo (sin derechos, las lenguas solo pueden tener uso privado, vida de gueto). Fundado sobre un complejo de superioridad, el manifiesto es un trágala de añeja tradición. Como he escrito muchas veces, el nacionalismo pujoliano cometió un grave error al usar las lenguas como elemento identitario. Pero el manifiesto pone de relieve que el sueño de la homogeneidad catalana es una broma comparado con el uniformismo español, hoy tan áspero e intransigente como ayer. Apenas quedan partidarios de los puentes. Los que desde Catalunya siempre hemos defendido la compatibilidad de ambas lenguas y la posibilidad de construir otra España (esa que, gane o pierda, expresa la selección), nos estamos quedando sin aliados. Es por esta razón que uno agradece y aplaude la gallardía de Víctor García de la Concha, director de la Real Academia Española, que se niega a convertir su preciosa institución filológica en una fábrica de artillería. ¡Bravo!

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