Prohibir realidades no soluciona nada
BORJA DE RIQUER 14/07/2010
A lo largo de casi un siglo, las pretensiones de muchos catalanes de lograr un mejor acomodo y reconocimiento dentro de España han sufrido una serie de frustraciones y éxitos que quizás hoy, tras el reciente fallo del Tribunal Constitucional (TC), pueden ser útiles recordar y analizar. En 1918-1919 naufragó en las Cortes Españolas un primer proyecto de Estatuto de Autonomía para Cataluña impulsado básicamente por la Lliga Regionalista. Ello significó el fracaso de la vía regeneracionista propiciada por Francesc Cambó, la que deseaba reformar y modernizar el Estado y resituar el concepto de nación española. Ante esa frustración, el diario madrileño El Sol anunció su temor de que a los partidarios de convertir Cataluña en "el Piamonte de España" les seguirían los que preferían que fuese "una Irlanda".
El TC niega la pluralidad. Ya ni es constitucional definir a España como "nación de naciones"
El 14 de abril de 1931, un "irlandés", Francesc Macià, proclamó unilateralmente la República Catalana en el marco de la ruptura política con la Monarquía española. Sin embargo, y desde la posición de fuerza que le otorgaban los hechos consumados, Macià se avino a rehacer el pacto hispánico si el nuevo régimen español tenía un carácter confederal o federal. Año y medio después, el proyecto de Estatuto catalán aprobado masivamente en un plebiscito en agosto de 1931, era rebajado notablemente por las Cortes Republicanas y reducido a un régimen autonómico regional dentro de un "Estado integral", en absoluto federal. Macià y los suyos, por pragmatismo y pensando sobre todo en la necesidad de estabilizar el régimen republicano, aceptaron la solución.
Tras casi 40 años de dictadura centralista y nacionalista española, un nuevo proceso de cambio político, fruto de un pacto y no de una ruptura como el republicano, culminó en una Constitución que convertía a España en un Estado ampliamente descentralizado, aunque no federal. De este modo, el nuevo régimen autonómico catalán, el Estatuto de 1979, apenas se diferenciaría de los otros, dado que la Constitución convertía la autonomía en obligatoria para todas las regiones españolas. Ahora bien, dado que el pacto político era el fruto de las circunstancias de la Transición, la Constitución fue interpretada por muchos como el punto de partida que marcaba el fin de la dictadura y el inicio de un proceso democrático que posibilitaría futuras reformas e incluso desarrollar y concretar la ambigua solución dada a las nacionalidades y regiones. Otros, en cambio, interpretaron la Constitución como el punto de llegada, el marco final y máximo de las atribuciones autonómicas. Estos últimos lograron incluir en el texto constitucional la "indisoluble unidad de la nación española", es decir, que no había lugar para los que no se identificasen con esa nación única y obligatoria.
En 2006, animados por el talante del presidente Rodríguez Zapatero, con sus declaraciones favorables al reconocimiento de la "España plural", y tras más de 30 años de contradictoria "vía autonómica", la mayoría de los partidos políticos catalanes -representando más del 80% de los votos- elaboraron un nuevo Estatuto con la pretensión de forzar al máximo el texto constitucional y plantearse el reconocimiento de la nación catalana dentro de España. El texto fue a grandes rasgos aceptado y votado por las Cortes Españolas y ratificado en referéndum por la mayoría de los catalanes. Sin embargo, tras cuatro años de discusiones, el TC se ha ratificado en una lectura restrictiva de los aspectos ideológicamente más nacionalistas del Estatuto. Su fallo significa la victoria de la visión de la Constitución como el punto final, como se han apresurado a proclamar con no poca satisfacción bastantes dirigentes populares y socialistas. En cambio, en Cataluña, aumenta la percepción de estar ante la enésima derrota de la voluntad de intervenir e influir en la política española, de buscar soluciones de concordia y de progreso común. Predomina una extraña sensación de perplejidad política ya que ni se puede incidir en lo que es compartido -una lectura más amplia de la Constitución- ni tampoco se les permiten ordenar y definir lo que es propio -el Estatuto-.
Así que, fracasada la vieja "vía piamontesa", agotada la "autonómica" y rechazada la "federalizante", quizás vuelva a resurgir con fuerza la irlandesa, ya que dudo que haya en España un "talante" gubernamental dispuesto a posibilitar la civilizada "vía escocesa". Pienso, por tanto, que nos esperan años de tensiones dado que de poco sirve prohibir las realidades identitarias existentes. Realmente, ¿puede el TC hacer un dictamen político que niega el reconocimiento legal de la pluralidad de identidades existente hoy en España? Resulta, así, que ahora ya ni la compleja definición de España como "nación de naciones" es constitucional. ¿Es tan difícil aceptar que la mayoría de los catalanes consideran que su nación es Cataluña sin que por ello nieguen la existencia de la nación de los españoles? Víctor Balaguer se lamentaba hace siglo y medio de que para muchos de los españoles "no hay más nación que Castilla, ni más glorias nacionales que las glorias castellanas". ¿Por qué la Constitución no puede reconocer un hecho social y político objetivo como es que muchos ciudadanos se sienten nacionalmente catalanes, vascos o gallegos? ¿Deberemos esperar medio siglo más para que los planteamientos fundamentalistas den paso a los realistas?
Borja de Riquer Permanyer es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB).
miércoles, 14 de julio de 2010
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