JOAN B. CULLA I CLARÀ 02/07/2010 EL PAIS
Quienes, ante el referéndum de junio de 2006, defendimos que, incluso tras sufrir el "cepillado" del que se vanaglorió Alfonso Guerra, el nuevo Estatuto representaba un paso adelante en el autogobierno y en el reconocimiento simbólico de Cataluña, sustentábamos esa creencia sobre cinco o seis pilares: la presencia en el preámbulo del concepto nación (aunque ya sabíamos que los preámbulos no tienen valor normativo); la equiparación jurídica entre catalán y castellano en cuanto al deber de conocer ambas lenguas; la introducción de un cierto principio de bilateralidad en las relaciones entre la Generalitat y el Estado; el freno al expansionismo de la legislación básica estatal, que había ido laminando las competencias del Estatuto de 1979; el compromiso de equidad entre el esfuerzo fiscal catalán y el de las demás comunidades autónomas, y, en fin, el nacimiento de un esbozo de poder judicial catalán.
Tras jugar siete años a los almogávares, ya no podemos, bajo el peso de la derrota, transmutarnos otra vez en fenicios
Pues bien, la sentencia conocida el pasado lunes dinamita metódicamente todos y cada uno de esos pilares. Siendo así, resulta un insulto a la inteligencia que, desde el sector soi-disant progresista del Tribunal Constitucional, desde el Gobierno central o desde el PSOE, se diga que el Estatuto ha quedado "incólume", que ha sido "avalado en su práctica totalidad" y que aquí el único derrotado es el Partido Popular. Otro tanto cabe decir de esas lecturas cuantitativistas según las cuales se ha validado la constitucionalidad "del 95% del texto", como si el recorte estatutario fuese el de una pieza de tela, que se mide por centímetros lineales.
Sí, por supuesto que, con esos "progresistas", y esos "conservadores", y el señor Eugeni Gay en posición de cuerpo a tierra, el fallo hubiese podido ser peor. De todos modos, la sentencia supone un triunfo palmario de lo que debería llamarse la doctrina de la "inconstitucionalidad preventiva" o la "inconstitucionalidad por si acaso". Solo así puede entenderse que contenidos también presentes en otros Estatutos -la existencia de símbolos y atributos "nacionales" o de Consejos de Justicia autonómicos- no hayan sido ahí ni siquiera recurridos, mientras que en el texto catalán son anulados u objeto de interpretación restrictiva.
El mero hecho de que los magistrados hayan sentido la necesidad de invocar hasta ocho veces "la indisoluble unidad de la nación española" traiciona su miedo ante una "nación catalana", su recelo hacia la Generalitat, su desconfianza frente a las instituciones políticas catalanas, sospechosas de incubar arteros designios separatistas y proyectos de monolingüismo excluyente a los que era preciso poner coto preventivo. Haciéndolo así, los guardianes de la Constitución se han limitado a responder al ambiente mediático, cultural, social y político madrileño que es su líquido amniótico, su biotopo natural. No es que nos tengan manía, solo piensan que su misión histórica -aquello a lo que les instaban amigos, colegas, opinadores y convecinos- era la de cortar en seco veleidades soberanistas o confederales y presuntas persecuciones al castellano en Cataluña. Y eso creen haber hecho, aunque a medio plazo tal vez el tiro les salga por la culata.
En todo caso, el problema de fondo que subyace a la sentencia -la gravísima crisis de confianza recíproca, el alejamiento afectivo, el desapego, el sentimiento de humillación que albergan cientos de miles de catalanes-, todo esto no se arregla con una cumbre entre los presidentes Rodríguez Zapatero y Montilla para -según anunció el segundo- "rehacer el pacto estatutario y reforzar el pacto constitucional". Tampoco se resuelve echando mano del artículo 150.2 de la Constitución para arañarle al Estado alguna que otra delegación competencial. La política del peix al cove estuvo bien mientras parecía la alternativa timorata a las ambiciones épicas de un nuevo Estatuto. Pero, tras siete años de jugar a los almogávares, ahora no podemos, bajo el peso de la derrota, transmutarnos otra vez en fenicios.
El Pais 2 7 10
lunes, 5 de julio de 2010
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