lunes, 5 de julio de 2010

LA SENTENCIA

La sentencia
Víctor Ferreres Comella
No es raro en otros países que jueces constitucionales anulen normas aprobadas por el pueblo en referéndum
La ciudadanía agradecería una lectura menos dramática de las consecuencias de esta sentencia
Por fin tenemos sentencia. Tras casi cuatro años de deliberaciones, el Tribunal Constitucional consiguió el pasado lunes resolver el recurso presentado por el Partido Popular contra el nuevo Estatuto de Autonomía de Catalunya. Aunque el texto de la sentencia no se publicará hasta dentro de unos días, el Tribunal ha dado a conocer el contenido de su resolución, por la que declara inconstitucionales 14 artículos, somete a determinadas interpretaciones otros 27, y avala el resto del Estatuto. Tiempo habrá para analizar con calma los razonamientos que han llevado al Tribunal a esta conclusión. De momento, cabe hacer algunas reflexiones.

En primer lugar, es una buena noticia que el Tribunal haya dictado finalmente esta sentencia. Es lamentable que haya tardado tanto, y que el procedimiento de discusión y votación haya sido tan atormentado. Pero habría sido peor que el Tribunal se hubiera mostrado incapaz de cumplir con su obligación, que era, sencillamente, determinar si el Partido Popular tenía o no razón, en términos jurídicos, cuando sostenía en su recurso que el Estatut contenía preceptos contrarios a la Constitución. Ningún experto sensato ha puesto en duda que el Tribunal, con la ley en la mano, tenía plena competencia para conocer de este asunto.

Es verdad que la aprobación del Estatut por dos Parlamentos (el catalán y el español), así como por la propia ciudadanía catalana en referéndum, obligaba al Tribunal a ser especialmente cuidadoso antes de decir no a un precepto estatutario. Pero la deferencia, la prudencia de un tribunal, no equivale a abdicación. Las instituciones deben cumplir con sus cometidos. Contrariamente a lo que han dicho algunos políticos, no es raro en otros países que los jueces constitucionales anulen normas que han sido aprobadas por el pueblo en referéndum.

En segundo lugar, al estudiar los diversos bloques de preceptos sobre los que se ha pronunciado el Tribunal, habrá que distinguir entre los aspectos más técnicos, y los menos técnicos. Respecto de los primeros, no parece que haya habido una gran división de fondo entre los magistrados del "grupo conservador" y los del "grupo progresista".

Así, por ejemplo, la conclusión de que el Estatut contiene normas inconstitucionales en la parte relativa al poder judicial ha sido apoyada por una amplísima mayoría de magistrados. Y es que, en efecto, no hace falta adscribirse a una ideología conservadora para darse cuenta de que el Estatuto de Catalunya puede regular las instituciones propias de la Generalitat, pero carece de competencia para regular (aunque sea de manera fragmentaria) la organización de las instituciones del Estado, como las que integran el poder judicial.

Con respecto a otros temas más delicados, como el relativo a la nación o a la lengua, las discrepancias entre los magistrados parecen haber sido más profundas, seguramente porque en estos asuntos la técnica jurídica es más frágil ante el embate de la política. No parece, sin embargo, con la información de la que disponemos en estos momentos, que el Tribunal Constitucional haya restringido de manera irrazonable las políticas públicas de protección y fomento de la lengua catalana.

En tercer lugar, el Partido Popular puede esgrimir con razón que ha tenido un éxito parcial con su recurso, pero tendrá que pedir excusas por no haber recurrido preceptos similares que figuran en otros estatutos, como el andaluz, a los que ha dado respaldo político.

Esta doble vara de medir es totalmente inaceptable. El argumento que ha dado el PP es que el Estatuto de Autonomía andaluz se aprobó con el consenso del Partido Socialista y del Partido Popular. Pero este argumento no es válido: el propio Partido Popular ha dicho reiteradamente que los estatutos deben respetar la Constitución, y que eso no depende de cuántos apoyos políticos hayan obtenido. Por su parte, los juristas tendremos que buscar fórmulas para poder extender a los otros estatutos la doctrina establecida por el Tribunal Constitucional en su sentencia.

En cuarto lugar, es descabellada la idea de convocar un referéndum para que los ciudadanos fijen su posición tras la sentencia. Basta con plantearse cuál sería la pregunta a la que deberían responder para darse cuenta de que el referéndum sería un disparate. Algunos han dicho que los ciudadanos tienen derecho a pronunciarse acerca de si les gusta o no el Estatut rebajado, el que resulta del dictamen del Tribunal Constitucional. Probablemente, una gran mayoría diría que no, pero el problema es que la poda parcial que ha sufrido el Estatut ha sido necesaria para asegurar su encaje con la Constitución. Frente al Estatut parcialmente corregido por la sentencia, ¿cuál sería la alternativa? ¿Volver al Estatut de 1979?

Obviamente, eso supondría dar un paso atrás. El nuevo Estatut constituye un importante avance en muchos temas. Naturalmente, siempre se podrá hacer un nuevo Estatut. La sentencia no lo impide en absoluto. Pero seamos serios: ¿dónde está la fuerza política dispuesta a proponer a los sufridos ciudadanos que se inicie otra vez un proceso de reforma estatutaria?

Parece mucho más sensato aceptar los límites constitucionales que el Tribunal Constitucional ha señalado, y lograr por otras vías lo que se pretendía conseguir a través del Estatut. Así, por ejemplo, del mismo modo que no era necesario la reforma estatutaria para lograr un nuevo sistema de financiación autonómica, se puede conseguir una nueva configuración del poder judicial a través de las correspondientes leyes orgánicas. Existen muchas posibilidades abiertas. La ciudadanía agradecería una lectura menos dramática de las consecuencias de esta sentencia.
V. FERRERES COMELLA, profesor de Derecho Constitucional. Universitat Pompeu Fabra

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