viernes, 12 de abril de 2013

11 DE SEPTIEMBRE 2012


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LA celebración del Onze de Setembre, la fiesta nacional de Catalunya, tendrá lugar este año en un contexto de especial significación política y social. A los efectos de la dura crisis económica que soportamos hay que añadir la complicada situación financiera de la Administración autonómica, que ya ha solicitado un rescate por valor de 5.023 millones de euros previsto en el Fondo de Liquidez Autonómico, así como la incertidumbre sobre la viabilidad de una eventual negociación entre el Gobierno central y el Govern de la Generalitat de un nuevo pacto fiscal, proyecto principal del actual mandato del president Artur Mas, que cuenta -debe subrayarse- con un amplio consenso en el Parlament y en la sociedad catalana.

Por encima y por debajo de estas coordenadas hay que registrar también una notable efervescencia en el mundo nacionalista, con un protagonismo especial del movimiento independentista que funciona al margen de los partidos y que ha sido el organizador de la manifestación prevista para la tarde del día 11 en el centro de Barcelona. Pero Catalunya no vive al margen del mundo global. Todo esto sucede en un contexto en el que, como consecuencia de la aguda crisis de la zona euro, el concepto clásico de soberanía se ve cuestionado por las medidas que Bruselas dicta a los gobiernos de cada Estado.

No es la primera vez que una Diada adquiere una relevancia fuera de lo común. Debemos recordar que el segundo Onze de Setembre que se celebró en libertad, el del año 1977, constituyó un hito en la recuperación de la democracia y el autogobierno al reunir -según las crónicas de entonces- a un millón de personas en una manifestación nunca vista en la capital catalana. En aquel momento, la presencia pacífica de una mayoría ciudadana en la calle supuso un espaldarazo a las reclamaciones de los partidos políticos catalanes que, después de las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de aquel año, buscaban amarrar la recuperación de la Generalitat, extremo que se concretó poco después con el regreso, tras 38 años de exilio en Francia, del president Josep Tarradellas.

LA Diada de 1982, ya con el Estatut d'Autonomía en vigor y con Jordi Pujol como presidente catalán, estuvo marcada por el debate crispado sobre la Loapa (ley orgánica de Armonización del Proceso Autonómico) que impulsaron los principales partidos de ámbito estatal y que, finalmente, fue desmontada por el Tribunal Constitucional, aunque su doctrina ha influido en muchas leyes hasta hoy. Desde entonces, a menudo, la celebración de la fiesta nacional de Catalunya ha sido motivo de controversia entre partidos y no ha quedado al margen de las tácticas electorales y las polémicas sobre las políticas del momento. A partir de los años noventa, y con las independencias surgidas en Europa con el desmoronamiento del bloque comunista, la Diada fue, sobre todo, el campo natural de reivindicación del independentismo.

La llegada de Pasqual Maragall a la presidencia de la Generalitat introdujo un nuevo formato en la celebración oficial organizada por el Govern y el Parlament, con voluntad de modernizarla y hacerla más abierta a la ciudadanía, un modelo que, con buen sentido, ha mantenido el Ejecutivo de CiU.

Asimismo, el atropellado proceso de aprobación del nuevo Estatut ha atravesado la celebración de la Diada de los últimos años, y también lo ha hecho la decepción posterior a la sentencia emitida por el Tribunal Constitucional sobre el texto aprobado previamente en referéndum por la sociedad catalana. La negativa experiencia del Estatut incrementó de manera muy notable el malestar catalán -como ya advertimos en su momento- y la crisis económica lo está multiplicando. Con distintos grados de intensidad, muy amplios sectores de la sociedad catalana comparten hoy la reclamación de un nuevo marco fiscal y la aspiración de una mayor soberanía catalana. Ese es el sentimiento imperante en la sociedad. Esa es la realidad y nunca hay que vivir de espaldas a la realidad.

La Diada es la fiesta de todos los catalanes. No debe perderse de vista este principio que fundamenta la convivencia. El Onze de Setembre tiene, a la luz del conocimiento histórico, muchas interpretaciones, aunque es obvio que forma parte del imaginario del país. Es, por tanto, legítimo que esta fecha sea vivida de manera distinta por todas las sensibilidades existentes en la plural sociedad catalana.

CON todo, la marcha convocada reunirá a independentistas explícitos junto a muchos ciudadanos que, sin tener una posición definida, desean expresar el malestar por lo que consideran constantes agravios contra Catalunya. Este malestar -que ya se hizo presente en la gran manifestación del 10 de julio del 2010- tiene muchas tonalidades y es de carácter transversal, pero coincide en la sensación de hartazgo ante unas actitudes e inercias que acaban lastrando las oportunidades de un país que, en tiempos, fue definido como motor de España. Formaciones que no se definen como independentistas, como Convergència Democràtica, Unió Democràtica e ICV, y algunos muy cualificados dirigentes del PSC estarán presentes en el acto. Por otro lado, es correcta la decisión del president Artur Mas de no acudir a la manifestación dado que su cargo representa a todos los catalanes, sin excepción, y también por coherencia con su compromiso electoral, que es la consecución de un nuevo pacto fiscal y no la independencia. La reunión que Mariano Rajoy y Mas celebrarán el próximo día 20 de septiembre en el palacio de la Moncloa exige, además, evitar un mayor grado de tensión.

La política oficial, en Barcelona, en Madrid y en Bruselas, deberá prestar mucha atención al Onze de Setembre del 2012, sin restar valor y trascendencia a los gestos. Hay que afinar la inteligencia y el sentido común a la hora de interpretar el sentir colectivo, para dar una respuesta cabal y eficiente al complejo malestar catalán que hemos explicado. Y después del día 11 viene el 12. El día después de la Diada, escuchado el mensaje de la calle, habrá que seguir haciendo política para luchar contra la crisis, evitar el colapso de las administraciones y buscar soluciones a partir de consensos lo más amplios posible. Catalunya, obvio es decirlo, sólo avanza cuando va unida.

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