Publicado en La Vanguardia - Agosto 2008
Más acá de las razones soberanas que esgrime el Manifiesto por la lengua común,sólo espero manifestar una modesta reacción individual. Recuerdo al periodista estadounidense I. F. Stone, que titulaba sus opiniones The minority of one.Amparándose en tal minoría, arriesgaré - frente a argumentos populares tan comunes como académicos y balompédicos en la cruzada por su causa- mi derecho no menos democrático a disentir. Al dominio único del castellano le sobrevino, con la recuperación democrática, la de otras lenguas como el catalán. El primer imperativo al respecto debería ser tener en cuenta la conciencia del otro a la hora de discurrir. El manifiesto acusa la precariedad del castellano (el y lo español) en autonomías que, como la catalana, no le rinden el debido respeto. Con el paréntesis del párrafo anterior, aludo a la evidencia para unos, y al sorprendente chasco para otros, que supone el convencimiento de que el castellano sea lo español, y punto, para los primeros, y el catalán no lo bastante español para que los segundos puedan recuperar su espacio propio. Pero la insistencia en la lengua única tan reiterada viene a enlazar con cuarenta años de dictatorial aplomo y ágrafo plomo. Semejante dieta, con sus vejaciones, la soportaron sin duda tanto los firmantes como sus discordantes. Con todo, los autónomos de la lengua propia padecían una ofensa más hiriente. En el sentido de que a la persecución por las ideas, se añadía el desahucio del uso meramente vehicular de la lengua propia. En ocasiones el asunto me desestabiliza, sobre todo porque se trata de ejercer la reciprocidad en tema tan complejo como el de la convivencia. Una vejación, aparte de tantas históricas y aun recientes que cualquier lector maduro se sabe, me la refirió mi padre. Tendría yo unos diez años, cuando me habla de alguien que, por expresarse en catalán, recibe un sonoro guantazo en la plataforma de un tranvía. Claro, esto son anécdotas de un tiempo, me dirán. Y no menos graves que el rechazo a una conferencia de Fernando Savater en la Universitat de Barcelona, gracias a una insolvente pandilla de estudiantes. Una impertinencia que no debió haberse producido; y una vergüenza, académicamente hablando. ¿Dos ejemplos asimétricos? Sin duda, pero en ciertos asuntos ocurre entender la memoria ofendida para comprender, que no justificar, los resentimientos. Otra cosa es configurarlos a escala nacional castellana, arrinconando las otras lenguas de España. Advierto en el manifiesto una carencia de sensibilidad alarmante, paternalista o debida tal vez a que los firmantes parecen sentirse depositarios de España, como si se tratara de un patronazgo. Dialogar con autonomías dotadas de lengua activa y cultura en ejercicio irrenunciable no parece agradar a los firmantes. Y actúan como nacionalistas de lo nacional. El Estado es noción que el castellano asegura, la única válida. Lo otro es lo de más, concesiones que la lengua común se digna admitir. Los manifestantes transcriben de la Constitución unas líneas del artículo 3, apartado 3: "... las distintas modalidades lingüísticas de España son un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección". Y comentan: Nada cabe objetar a esta disposición tan generosa como justa, proclamada para acabar con las prohibiciones y restricciones que padecían esas lenguas. Cumplido sobradamente tal objetivo, sería un fraude constitucional y una felonía usar tal artículo para justificar la discriminación, marginación o minusvaloración de los ciudadanos monolingües en castellano en alguna de las formas antes indicadas. Comento: y observo que tal disposición tan generosa como justa desatiende el hecho de calificar de modalidad lingüística la lengua en la que diariamente trato con familiares y vecinos. Algo me alivia saber que el catalán es un patrimonio cultural (de Catalunya, supongo, en primer lugar), aunque a fuer de patrimonial acabe arrinconándosele en un museo. Al fin y al cabo es el riesgo de las lenguas objeto de especial respeto y protección. La mención de las prohibiciones y restricciones que padecían esas lenguas acentúa mis reservas. Aunque las llaman lenguas, tal vez por no saltarse la Constitución, le colocan un esas: lo mortificante de tal pronombre revela su displicencia paternalista. En fin, las lenguas merecen respeto; si lo han de obtener como objeto especial y con protección, será que durante mucho tiempo dejaron de disfrutar del debido respeto. No enredemos la madeja. De lo que se trata es del poder. Los unos quiérenlo jacobino, y ancha es Castilla con un idioma demográfica y culturalmente transitivo a su ámbito, tras el chino irredentista y el tentacular y elástico inglés. El catalán - habida cuenta de sus proporcionesfrente a las citadas- supone no obstante una referencia cultural y literaria ejemplar (lean Incerta Glòria),comparable a la de sus colegas castellanos; e imprescindible como muestra indoblegable de su espíritu. La cuestión de ser, o no, llamados españoles es lo que se cuece; o demasiado escuece. O no, si un ánimo dialogante como el de Víctor García de la Concha toma distancia y prefiere entender lo que el presente ofrece, y el río revuelto de algunos se obstina en rechazar. Sobre España hablan los títulos de Sagarra y de Rodoreda, de Espriu y de Ferrater, de Joan Sales y de Josep Pla. Que muchos españoles ignoren sus páginas sólo indica que el desconocimiento mutuo es una doble responsabilidad que resolver. No la asignatura, sino la existencia pendiente. A los jacobinos opongo el reconocimiento leal, sin felonías, del federalismo urgente a reconsiderar, pulir y sutilizar siquiera lo bastante para no añadir más banderas enfrentadas a la convivencia de la Europa que seguramente deseamos casi todos.
LL. IZQUIERDO, catedrático jubilado de la Universitat de Barcelona y crítico literario
miércoles, 27 de agosto de 2008
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