martes, 9 de diciembre de 2008

¿TODO LO ESPAÑOL ES "COMUN" ?

Razón moral, razón instrumental Antoni Puigverd
El vestido constitucional sufre por todas las costuras: las carnes de España han engordado en muchos sentidos. Ha aumentado espectacularmente la grasa de la nostalgia de cada una de las dos Españas, mientras que los dos grandes partidos y sus entornos mediáticos siguen emperrados en estrangular la mejor musculatura del país: la de la tercera España. También ha engordado muchísimo la intolerancia cultural, el desprecio a la diversidad española: la llamada cuestión nacional se sigue viviendo con una mezcla de hartazgo, irredentismo y exasperación. ¿No era esta una Constitución de perfume federal? En realidad, y según ha explicado con precisión jurídica el profesor Miquel Caminal, los padres de la Constitución mediaron, henchidos de mutua desconfianza, entre dos tipos de nacionalismos: el uniformista español y los llamados periféricos. La Constitución no ha favorecido el cultivo de la herencia cultural común. Al contrario, ha permitido islas emocionales y ha fomentado las rivalidades culturales. Tan mal están las cosas que incluso es necesario definir el significado de la palabra común.Todo lo español es común, es decir, de todos: no sólo lo castellano. Pero no son pocos los intelectuales y políticos que hoy abanderan la lengua oficial para exhibir un curioso complejo de superioridad, cuando no una instintiva irritación hacia la existencia de lenguas y culturas que no todos conocen, cierto, pero que no son menos españolas que la castellana. Los sistemas de protección e igualación de las otras lenguas españolas serán políticamente discutibles, pero sólo pueden considerarse democráticamente pecaminosos desde una visión uniforme o francesa de España o desde una vivencia cultural que se considere superior a las restantes. Pero dejando a un lado los temas típicamente ibéricos (el choque de las patrias y el maniqueísmo ibérico que encuentra su más clara imagen en aquellos dos personajes que Goya pintó moliéndose a palos), el 30. º aniversario puede ser observado desde el punto de vista del cambio generacional.

Dos generaciones comparten el poder. Una de ellas, la de los sesenta, culmina su periplo. Y muy cerca de la sala de máquinas está ya la nueva, la de los cuarentones recientes (acompañados de no pocos treintañeros). Eran niños o, a lo sumo, púberes cuando Franco murió. Están libres del pesado fardo trágico. Apenas han conocido narradores directos de la Guerra Civil y las historias del franquismo y del antifranquismo se confunden en su educación sentimental con las narraciones bélicas de la historia norteamericana, que el cine y la televisión han difundido por doquier. El éxito de Soldados de Salamina fue el primer apunte significativo de la nueva mirada sobre nuestro pasado trágico. La novela de Javier Cercas se fundamenta, como los mejores westerns, en la épica del perdedor: un exiliado de una sola pieza, un hombre impasible, entero y generoso. Complemento de este personaje heroico es un malo entrecomillado, lleno de matices, un poeta falangista, con el que el lector acaba empatizando. Ya no hay dolor ni tragedia en la Guerra Civil de Cercas, sino una mezcla muy sugestiva, definitivamente literaria, de épica y lírica.

Los sesentones que protagonizaron la transición en compañía de otras generaciones más provectas empiezan a abandonar la vida pública, aunque muchos siguen en el candelero. Es la generación Pasqual Maragall y Felipe González. Una generación muy aficionada a lo que Josep Pla llamaba el retour d´âge.Por supuesto, no me refiero a sus aventuras eróticas, sino a la formidable suma de experiencias antagónicas y cambios de rasante que han liderado. Protagonizaron las rupturas de Mayo del 68 desde la extrema izquierda y el hippismo. Protagonizaron el realismo de la transición con sus ramos de flores a los militares y su recuperación desacomplejada del yate Azor. Protagonizaron el desarme de las viejas utopías traduciendo la caída del muro de Berlín no sólo como victoria de la libertad, sino como jubilación de la fraternidad. Convertidos en conserjes del neoliberalismo, protagonizaron la conquista de aquello que habían condenado por alienante: el deporte y la cultura de masas. Cabalgando sobre las alegrías de la posmodernidad, protagonizaron el esteticismo y redefinieron el centro alrededor de su eje. De Marx a Groucho Marx hasta llegar a Ferran Adrià. Y del porrete a la religión de la salud.

Y ahí siguen, como los Rolling, poniendo fondo cultural a su predominio. Ha cambiado mucho esta generación tan exitosa. No siempre por razón moral. Con frecuencia por interés, por razón instrumental. Para conservar su protagonismo. Ahora desean, como todos los que conocimos la transición, preservar la herencia moral de aquellos años en los que, por una vez, España se salvó de la tragedia. Pero los jóvenes son insensibles, como ya recordaba Aristóteles, a la experiencia de los progenitores. No será fácil convencerlos de que no se dejen arrastrar por el interés egoísta, por la razón instrumental. La generación de la transición gastó todo el vino y todas las rosas. Olvidó sacrificar para el futuro una parte de su éxito. La celebración de la Constitución es cada vez más enfática y litúrgica, y eso indica que la fe en nuestras leyes decae. La armadura se oxida. Echaremos en falta la razón moral, tan imprescindible en los malos tiempos.

La Vanguardia 8-12-08

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